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Carolina Sanín
Escritora y columnista de ARCADIA. Autora de Somos luces abismales, Los niños, La gata sola (2018), entre otros libros
Bogotá
Para la elaboración de su obra Fragmentos, hecha con las treinta y siete toneladas de acero de las armas entregadas por las Farc al gobierno de Colombia, Doris Salcedo solicitó la colaboración de mujeres que hubieran sufrido violencia sexual a manos de miembros de los distintos grupos armados en el conflicto colombiano. Las mujeres que hicieron parte del grupo de colaboradoras transformaron a martillazos, a lo largo de varias jornadas, una serie de láminas de lata: las golpearon, las arrugaron, las mellaron, las rompieron. Las marcas que hicieron en el material flexible y liviano quedaron plasmadas luego en los moldes de arena negra dentro de los que el metal pesado de la guerra tomó una nueva forma, la de losas constitutivas de un suelo –una forma alusiva a la inauguración o la esperanza de una nueva era; de un posible tiempo de paz–.
Las martillantes recibieron de la artista las latas, parecidas a aquellas con las que se construye el techo de las casas precarias de los colombianos, y las alteraron solas y en grupos, dándoles relieves que evocan el suelo accidentado del país –y que evocan también, de manera no deliberada, fragmentos de osamentas, ramas de árboles, fusiles, ondas con filo–. Debajo de las láminas ponían trozos de objetos metálicos, chatarras varias, para que el martilleo perfilara en la superficie lo subyacente. Hacían trazos con la herramienta y plegaban el metal; lo destemplaban, lo complicaban. Era una labor extenuante, de fuerza, concentración y persistencia, en la que se lidiaba con la templanza y la maleabilidad. Una de las martillantes, Ángela María Escobar, dice que la elaboración de la obra le daba una nueva dignidad al trabajo manual, tradicionalmente asociado con lo femenino. Salcedo comenta que fue un ejercicio de “transformación de la materia, una capacidad que nos han negado a las mujeres”. “El trabajo sobre la materia te hace concreto”, dice, y se refiere a que, después de una violación, la víctima suele asumir una calidad espectral, inconcreta, y debe recuperar su propio cuerpo y volver a ocupar físicamente el espacio.
Ángela María Escobar cuenta que en un momento dobló y desdobló una lámina y vio que había quedado marcada una raya definitiva que la hizo pensar en la línea que había partido en dos el tiempo de su vida. Dice que las láminas de metal sobre las que trabajaban también podían representar para las mujeres escudos de protección, y que la acción de martillar podía significar la de enterrar un cadáver insepulto. Uno podría imaginar también un símil entre el movimiento percutivo de las mujeres con sus martillos contra el metal y el del violador contra la carne; es decir, podría pensar en el martilleo como un contragolpe simbólico y plural.
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Ángela María Escobar Vásquez, Estebana Roa Montoya y Blanca Lucía Muñoz Cano.
En el video de Mayte Carrasco y Juan Fernando Castro que acompaña la exposición de Fragmentos, una martillante relaciona la obra con “las marcas que quedan sobre el cuerpo, sobre la mente” (después del abuso, se infiere). Otra asocia el martilleo con una descarga, con el acto de soltar, con el descanso. Otra dice que con el martilleo “botaba los recuerdos y los plasmaba” y muestra orgullosa los callos que la herramienta le dejó en las manos. Otra participante cuenta: “Martillé de rabia… por mí y por otras… martillé mi historia y las de otras”. Ese uso del verbo, esa enunciación de la posibilidad de contar una historia martillándola (golpeándola, labrándola) sugiere una nueva concepción de la transmisión de la memoria. Podemos pensar que Fragmentos propone una narrativa escultórica –no lineal, no escrita y no verbal– con la que se pueden hacer públicos –y pueden participar del imaginario social– los recuerdos conscientes e inconscientes. Más allá de la escritura, el trabajo creativo y colectivo con la memoria puede reconstruir algo primordial; literalmente, un nuevo suelo.
Las martillantes de Fragmentos hablan también del estruendo que hacían al golpear el metal y dicen que era como el ruido del combate, como las ráfagas de las armas. Y en el descanso de las jornadas, hicieron un contrapunto verbal a la puesta en escena que hacían de la guerra y a su fundación simbólica de la paz; se contaron sus casos y hablaron de lo que habían pensado y sentido mientras martillaban. Crearon una compañía y una confianza: un nuevo recuerdo. Las marcas sin alfabeto que quedaron impresas en las placas –y el ruido sin fonemas con el que las marcas se imprimieron– contienen las historias del desamparo y el posterior testimonio de la solidaridad. Cuando Doris Salcedo y algunas martillantes de Fragmentos afirman que con su obra “hicieron historia”, uno puede pensar en algo más radical: en que su escultura no solo significa un rechazo a la guerra, sino también una alternativa al invento masculino de la historia; la posibilidad de que la experiencia femenina silenciada quiera expresarse a través de la remembranza y la reflexión sobre lo sucedido, y simultáneamente a través de una liberación de la memoria que requiere la manifestación emotiva y concreta de las texturas del silencio, que desbordan el discurso.
El martilleo sobre láminas fue el primer paso en el proceso de fabricación de los moldes que les dieron forma a las placas.
Fragmentos es un acto de rebeldía con muchas facetas. Su dimensión arquitectónica puede leerse como una crítica a la centralidad del poder público, que representa la autoridad patriarcal en una sociedad patriarcal; la obra es el suelo de un nuevo espacio para la ciudadanía en el borde del centro político de Bogotá, donde se espera que el poder dialogue con el arte de diversas formas (exposiciones, conferencias, charlas). El suelo es el elemento central del lugar, pero no es un centro ubicado en el centro, sino uno que se esparce y que por tanto constituye una crítica a las nociones de lo que es central y lo que es periférico. En tanto que es tan solo el embaldosado del suelo de una edificación y al mismo tiempo es la totalidad de una obra de arte, cuestiona también las distinciones entre lo que está completo (y se basta a sí mismo) y lo que es complementario, y entre lo que es fundamental y lo que es accesorio. El lugar en que Fragmentos se asienta, que tiene paredes transparentes de vidrio, incluye un jardín y conserva las ruinas de las paredes de una antigua casa, propone un cuestionamiento de la oposición entre lo interno y lo externo, y entre lo doméstico y lo público: no es un lugar doméstico que evoluciona y se erige como uno público superior, ni un espacio público que contiene uno doméstico inferior –o solo precedente–, sino que es una casa donde lo público y lo doméstico se muestran mutuamente y se translucen en su provisionalidad.
El aplastamiento de las armas –su transformación en un plano horizontal– no solo denota evidentemente un rechazo a la guerra, sino también a la preeminencia de lo vertical. “Como mujer y como feminista, yo no iba a hacer un obelisco”, dice Salcedo al explicar su decisión artística, y con su declaración se opone a las manifestaciones patriarcales de la jerarquía, del prestigio piramidal, del alzamiento y de la resistencia alzada al alzamiento. La transformación –debida al derretimiento– de las armas cuestiona adicionalmente la forma de la tragedia, que es la forma principal que damos a las tramas personales e históricas de las víctimas (en el contexto que nos ocupa necesariamente pensamos en las tragedias de las cautivas, a partir del modelo de Las troyanas). En Fragmentos, el elemento efectivo –el carácter– del protagonista ha determinado su final, como en las tragedias, pero el final no es la muerte sino la destrucción de la muerte: el atributo o el carácter de las armas –el fuego– ha llevado a las mismas armas, al derretirlas, a un destino alternativo que es el inicio de una nueva construcción y el asentamiento de un nuevo espacio dramático.
La obra interroga la oposición cultural fundamental: aquella entre lo tradicionalmente concebido como masculino y lo tradicionalmente concebido como femenino.
Fragmentos es un suelo de acero, pero quien se para sobre la obra siente su fragilidad y el imperativo de tocarla cuidadosamente. Es un suelo plano, pero una obra llena de muescas y arrugas. Está hecho de un material duro y frío, pero quien toca la escultura siente la tibieza y la suavidad de una piel. Es lo más pasivo imaginable –tendido, dispuesto, pisado– pero es agente de comunicación y tránsito. Materializa la nítida contradicción de un piso activo. Está quieto y es vibrante. Está en silencio y sus relieves y muescas cuentan historias. La obra cuestiona las oposiciones entre lo firme y lo infirme, lo liso y lo labrado, lo simple y lo complejo, lo central y lo periférico, lo doméstico y lo público, lo definitivo y lo cambiante, lo destructor y lo destructible, lo sólido y lo fluido. Al hacerlo, interroga la oposición cultural fundamental: aquella entre lo tradicionalmente concebido como masculino y lo tradicionalmente concebido como femenino –y tradicionalmente oprimido–. Además debe tenerse en cuenta que, más que ocupar un espacio, Fragmentos dispone un espacio para que el sujeto lo ocupe. En otras palabras, el único objeto que sobresale en Fragmentos es el espectador. En esa medida, la obra también extiende un comentario sobre la distinción entre el objeto (femenino, observado, deseado, apropiable) y el sujeto (masculino, que observa, que desea, que se apropia), fundamental en el imaginario y la organización patriarcales dentro de las que opera la violación como correlato de la supresión y la fragmentación de la integridad y la subjetividad femeninas.
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Aurora Moreno Sierra y Doris Salcedo.
Doris Salcedo cuenta que en la narrativa oficial de la guerra, e incluso en los testimonios de las víctimas, en demasiadas ocasiones encontró que los crímenes sexuales “se contaban de paso”, como un anexo al asesinato y casi como su complemento necesario, y que ella quiso contrarrestar esa situación con su obra. Ha afirmado que la guerra es patriarcal, y que a través de la planeación de Fragmentos se dio cuenta de que “la violencia sexual es violencia política” y que “la búsqueda de caminos alternativos a la guerra tiene que ver con el empoderamiento de las mujeres”. Fragmentos es un gesto hacia la elocuencia de la mujer violada.
La violación es el crimen que más se silencia y que de mayor impunidad goza debido a la aprobación de la sociedad, a la vergüenza de la víctima, a su temor de una persecución por parte del victimario, y a la estigmatización por parte de la sociedad. La violación es también en sí misma un acto de silenciamiento. En ella, el “no” de la mujer se ignora y se vacía de significado, al tiempo que se cancela la afirmación que ella hace de sí misma; la afirmación de su propio ser como una voluntad activa en el mundo.
“Se dio cuenta de que “la violencia sexual es violencia política” y que “la búsqueda de caminos alternativos a la guerra tiene que ver con el empoderamiento de las mujeres””.
El sometimiento del otro –el objetivo de todo ataque bélico– encuentra su epítome en la violencia sexual: por una parte, el victimario convierte el propio cuerpo en un arma (que penetra irreversiblemente, como lo hace una bala). Por otra parte, con la violación no solo somete el cuerpo del otro, sino que anula su voluntad. A diferencia del asesinado, la violada es consciente a través de la violencia que sufre, y sigue consciente después de ella. La violación pretende engendrar una muerta viva que involuntariamente da testimonio sobre la supremacía del violador; generar una vida muerta cuyo punto de partida –cuya fundación– es ese antinacimiento provocado por la fuerza del hombre. La violación en la guerra cumple así no solo la fantasía masculina de la apropiación del cuerpo de la mujer, sino también –de manera irónica y terrible– la fantasía de la fundación de un nuevo orden, de una nueva forma de vivir. Es, además, la consagración de la crueldad del guerrero, en cuanto se supone que conjuga de manera inmediata y patente la violencia y el placer. La violación puede concebirse como el crimen primordial de la guerra, o la guerra puede concebirse como una violación sostenida, en la que se feminiza al enemigo a medida que se aspira a someterlo, y se le debilita sin que se le aniquile definitivamente. Un colectivo victimizado (un país en guerra) sería pues, más que un cuerpo muerto, un cuerpo femenino violado.
Estebana Roa Montoya, una de las mujeres que martillaron los moldes que les dieron forma a las losas de Fragmentos.
La guerra colombiana ha dejado más de 15.000 víctimas de crímenes sexuales, perpetrados por los grupos paramilitares y la guerrilla, y en menor medida por los agentes del orden (Ejército Nacional y Policía). Como puede leerse en el exhaustivo informe La guerra inscrita en el cuerpo del Centro Nacional de Memoria Histórica, la violación de mujeres se ha usado como arma de combate y neutralización contra el enemigo, y como medio de castigo, amenaza y cobranza, y la invasión del cuerpo femenino ha sido correlato de la conquista y el dominio del territorio. La vejación de la mujer, la vigilancia y la culpabilización de la sexualidad femenina y el control sobre los derechos sexuales y reproductivos han sido herramientas moralizantes y disciplinadoras durante el conflicto, dentro de las filas de los grupos armados y en los territorios en disputa. El temor de la mujer y su despersonalización han garantizado la conservación de las relaciones de género que legitiman la hegemonía del modelo patriarcal y exigen la imposición violenta de los rasgos que la guerra (o la siempre frágil paz patriarcal) impone como viriles y virtuosos. El cuerpo de las mujeres se ha violado y torturado como impuro y descartable, como objeto apropiable, y como incómodo y peligroso (notablemente en el caso de las maestras u otras mujeres que ejercen algún tipo de liderazgo).
El Acuerdo de Paz entre las Farc y el Gobierno Nacional de 2016 marcó un hito mundial en cuanto a la consideración del género en la construcción de un orden social pacífico y justo. Los grupos contrarios a la paz, de manera consistente con su belicismo –pues la perpetuación de la guerra como solución de conflictos es interdependiente de la desigualdad entre los sexos, la fijación de estereotipos y la homogeneización de la sociedad– exigieron la modificación de la perspectiva de género. Hicieron que se cambiara sistemáticamente la “equidad de género” por la “igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres”, suprimieron la consideración de la “diversidad de género” (tendientes a un retroceso en la garantía de los derechos de las comunidades LGBTI), atenuaron el énfasis en la discriminación y propugnaron en cambio la defensa de la familia tradicional, escenario primero de la violencia sexual.
Fragmentos, la obra de arte cuya ejecución se determinó en los mismos acuerdos que daban relevancia a la perspectiva de género para la solución del conflicto colombiano, tiene impresa sobre las desarmadas armas la rabia y también la clemencia de las mujeres; su negativa y su perdón. Constituye un rechazo a la guerra, y también un rechazo a la imposición de la cultura patriarcal que engendra y sostiene la guerra. En la obra de arte de la paz colombiana coinciden, de manera inseparable y de acuerdo con el expreso propósito de su autora, la prueba material de la intención de paz –las armas efectivamente depuestas– y el testimonio de la violación, la esclavitud y el control sexual.