Hay quienes han dicho que el término “contramonumento” es innecesario. Aquí explicamos qué significa que Fragmentos sea eso, y no un monumento; qué visión de lo colectivo encarna, qué visión de la historia.
María Belén Sáez de Ibarra
Curadora de arte. Directora de Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional de Colombia
Bogotá
En su huida del régimen nazi, Walter Benjamin iba escribiendo en el camino hacia su muerte pequeños textos, párrafos, fragmentos, que iba entregando a los amigos que encontraba a su paso. Aquellos fragmentos eran las notas para Tesis sobre el concepto de la historia; un concepto, según él, que hiciera hacer saltar el “continuum de la historia” (esa larga narración de la barbarie que el totalitarismo y la violencia política imponen hasta extinguir la asignación del pensamiento que se juega en la propia vida y la propia comprensión): una noción consciente, responsable, libre. Las notas eran una invitación a “cepillar la historia contra el grano”, a detener su flujo narrativo y poder examinarla a través de un fragmento, una discontinuidad, una ruptura, que no se relata ni se describe, pero en cambio se exhibe como imagen. Más que una ciencia, la historia sería una forma de rememoración: “Un trabajo cultural de duelo”, una historia que se trabaja desde abajo. La apuesta por la fragmentación y la exhibición (y no la narración y la descripción) busca evitar absolutos y desmontar la totalidad en que está silenciado el oprimido.
Ahora en Fragmentos, la obra de Doris Salcedo, encontramos un espacio esencial de la conmemoración: de aquella memoria que es una imagen rápida, cambiante, como un rayo relampagueante y borroso, donde se filtra, en un pequeño rayo de luz, la esperanza en el lugar del duelo y de la ausencia. Así, según dice la propia Doris Salcedo, “la razón de ser de Fragmentos es afirmar la posibilidad de pensar la barbarie”. Bajo una nueva noción de memoria e historia, la artista propone un contramonumento –antagónico a una narración única y definitiva– para dar cabida a voces discordantes y a diálogos difíciles.
No se trata, entonces, de una única memoria. Quizá debería hablarse de memorias en plural para referirse a estas formas de conmemoración pública. En el espejo de las memorias que simbólicamente tejen las de distintas comunidades efímeras que se congregan, vamos a encontrar reflejado un nuevo rostro para la sociedad como conjunto. Este es un rostro construido en la conciencia de que soy otro al tiempo que yo mismo: la memoria se convierte así en una forma de conciencia social que se consigue en la posibilidad de entablar diálogos difíciles.
Estos actos de conmemoración vuelan libres, no hacen caso a un líder político, ni a un gobierno, ni obedecen a una ideología. Son, en cambio, agencia de la multitud de la que nos hablan Michael Hardt y Antoni Negri, que abre paso a formas fragmentarias y heterogéneas de vivir en comunidad, que se sabe inmersa en muchas y diversas miradas a un mismo acontecimiento histórico. Porque solo así puede darse una vida social en paz. La unificación del discurso ideológico y de la historia son la esencia misma de la barbarie, y es aquí donde cobra su último sentido la idea del contramonumento que se le opone. Es un relato múltiple porque tiene distintas dimensiones y ángulos de la mirada; en un mismo hecho se cruzan tiempos paralelos, personas y comunidades en contraposición.
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Fragmentos, ubicado en Bogotá, en el centro politíco del país, resulta de lo pactado en el Acuerdo de Paz con las Farc. Durante los próximos 53 años, en sus tres salas se expondrán obras de artistas que ofrezcan distintas reflexiones sobre la guerra.
El concepto de contramonumento obedece a una reacción estratégica de una generación posterior a la Segunda Guerra Mundial que ve el monumento como una forma esencialmente totalitaria de arte o arquitectura. Al decir de James Young, quien se ha dedicado al tema por décadas, “(el monumento es) una gran roca que le dice a la gente qué pensar; es una forma grande que pretende tener un significado, que se sostiene a sí misma por la eternidad, que nunca cambia con el tiempo, nunca evoluciona”.
La reacción surge en la Alemania del pos-Holocausto y en la América pos-Vietnam, que habiendo perdido la guerra ya no necesitan la monumentalidad de las celebraciones bélicas, y en cambio buscan formas de conmemoración de las víctimas y de los legados ruinosos del totalitarismo. Después del uso que le dieron los nazis y la antigua Unión Soviética, los jóvenes artistas de los años ochenta –especialmente los alemanes– desafían la idea de monumentalidad que encuentran sospechosa e inoperante. “Han llegado a algo que yo llamaría ‘contramonumental’, que desaparece en lugar de erigirse para todos en el tiempo; que se construye en el suelo en lugar de por encima de él; y eso devuelve la carga de la memoria a quienes la buscan”, escribe James Young.
En el caso de Colombia, el conflicto armado interno entre hermanos, generación tras generación, ha roto las estructuras de lo común, los espacios sociales para trabajar colectivamente, y nos ha desagregado en solitarias personas de individuales dolores, deseos y motivos. Pero ha sucedido algo crucial: se firmó un acuerdo de paz con la antigua guerrilla de las Farc, que entregó sus armas y se desmovilizó definitivamente después de más de 53 años de guerra ininterrumpida. Este hecho histórico puede cambiar para siempre nuestro destino y el de quienes nos sucedan.
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A pocos metros del Palacio de Nariño, un edificio discreto aloja al contramonumento, diseñado por el arquitecto Carlos Granada, que se descubre al entrar. Las ruinas centenarias se conservan en el lugar para recordarnos que el conflicto con las Farc, aunque terminado, siempre estará presente.
Sin embargo, parecería que nuestra sociedad no ha acabado de percatarse de este hecho histórico. Los señores de la guerra todavía atizar el fuego y pretenden negar esta verdad sólida y real, respaldada por estadísticas de reducción de la violencia que en 2018 vivieron un descenso radical en la mayoría de las dinámicas del conflicto. Ante esto, ¿por qué las personas de paz –en nombre de los ocho millones de víctimas que ha dejado esta barbarie– no asuminos la responsabilidad política y social a que nos conmina este acontecimiento para recuperar nuestros espacios de lo común y hacer actuar en ellos la voluntad, la decisión, el deseo y la capacidad de transformación que requiere una paz duradera y definitiva? Es nuestra responsabilidad. En el territorio, las víctimas ya están reconstruyendo el país, poniendo su parte, y aún más muertos: 240 líderes asesinados en 2018, nueve en lo que va de este año que apenas comienza (y al cierre de redacción de esta revista).
A estos hechos clave de nuestra historia responde la creación colectiva del contramonumento Fragmentos, un espacio escultórico/arquitectónico cuyo fundamento y base son, literalmente, el piso construido con las armas depuestas por la antigua guerrilla de las Farc. Como dice la propia artista: “Con el piso busco articular el vacío y la ausencia que deja la guerra sin tratar de llenarlos. Esta obra presenta únicamente el vacío y la ausencia, porque es precisamente a través de estos elementos que puedo establecer el carácter absolutamente irredimible de la guerra... Un lugar de memoria vacío y silencioso no permite que el pasado que reelabora sea instrumentalizado por alguna de las partes del conflicto”.
Nueve mil armas de los desmovilizados fueron fundidas y vaciadas en moldes fabricados por mujeres víctimas de la violencia sexual en el marco del conflicto armado. Con sus golpes y martilleos lograron dar forma a un piso de más de 800 metros cuadrados, de 37 toneladas de peso, con el trasfondo de ruinas centenarias, para albergar otros muchos actos de conmoración y pensamiento de otros artistas que a su vez sirvan de gestores y líderes de procesos en los que trabajarán los aún no nacidos, de otras muchas versiones y miradas del pasado, convirtiendo así al contramonumento “en un proceso infinitamente inconcluso”, como lo expresa Doris Salcedo.
Fragmentos se configura, entonces, como un lugar común. Solo en el lugar de lo común las sociedades fragmentadas por el conflicto pueden rememorar y asumir con valentía su pasado, porque de lo que se trata es de romper el tiempo de la violencia. Estas memorias son procesos sociales, donde la conciencia colectiva se forma en el pensamiento que funciona como un diálogo, una telepatía; como lo expone José Luis Brea: nunca existe el pensamiento de un único, aquel no existe más que en ese ruido radial que es la conversación; un envío, que recibe otro, quien a su vez refabrica y envía: el pensamiento es un retorno innumerable que él llamó conhumanidad, que nos constituye multitud, en palabras de Antoni Negri.
Estos procesos comunitarios de performance se dan más allá del arte y la estética; de hecho, la cultura, desde tiempos inmemoriales, ha realizado conmemoraciones colectivas de sus realidades para trascender, sanarse, hacer duelos y conjuros. En el conflicto armado colombiano tenemos casos como el de Jesús Abad Colorado en su exposición El Testigo, en el Claustro de San Agustín de la Universidad Nacional, que, a pocos pasos de Fragmentos, también se ofrece como un lugar de memoria. Allí están, por ejemplo, fotografiados los “entierros simbólicos” de las mujeres cantaoras de alabaos de Bojayá un mes después de la masacre perpetrada por las Farc, ya que entonces no hubo tiempo para llorar. O está así mismo el performance de las madres de los jóvenes desaparecidos forzadamente en La Escombrera, en la Comuna 13 de Medellín, durante las operaciones Mariscal y Orión en 2002, en las que el ejército contó con la colaboración de las autodefensas; se trata de un performance que hace comparecer a los ausentes: “Ellos son el sonido del silencio porque nadie los ha visto”.
“Un lugar de memoria vacío y silencioso no permite que el pasado que reelabora sea instrumentalizado por alguna de las partes del conflicto”. Doris Salcedo.
Performance cultural es también la acción de duelo: la acción de paz Sumando ausencias, gestada y liderada por la misma Doris Salcedo, que tuvo lugar en la Plaza de Bolívar de Bogotá el martes 11 de octubre de 2016, una semana después de que el plebiscito por la paz en Colombia fuera votado negativamente, por una pequeña diferencia. El país se convulsionó y se manifestó de forma masiva al día siguiente en todos los espacios públicos de Colombia para terminar en esa plaza, corazón y alegoría de la ciudadanía. En ese contexto convocamos –con la ayuda del Museo de Arte de la Universidad Nacional, en el que sirvo como directora de Patrimonio Cultural–, la participación masiva de más de 10.000 personas, que cosieron 11 kilómetros de tela blanca previamente cortada en piezas sueltas como mortajas, en las cuales se inscribieron artesanalmente 2000 nombres en ceniza: “Las víctimas del conflicto fueron puestas en el centro de nuestra vida política por una comunidad efímera que se forjó en los días en que hicimos la obra”. Así lo refiere Doris Salcedo, quien igualmente delegó en la actuación de esa comunidad la acción de rememoración que tejimos todos –personas de todas las edades, sectores, creencias y adhesiones partidistas–; entretejiéndonos estrechamente en nombre del lazo social roto por la guerra, para remendarlo con paciencia, sin desistir, invocando la presencia de los ausentes, que así comparecieron. Esa imagen que evoca la gran bandera-mortaja blanca cubriendo por completo la Plaza de Bolívar de Sumando ausencias es la viva imagen de la paz de Colombia que pervive en nuestra memoria.
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A pocos metros del Palacio de Nariño, un edificio discreto aloja al contramonumento, diseñado por el arquitecto Carlos Granada, que se descubre al entrar. Las ruinas centenarias se conservan en el lugar para recordarnos que el conflicto con las Farc, aunque terminado, siempre estará presente.
Hemos expresado la conciencia colectiva a través de la relación que se teje entre contramonumento-performance-memoria, una futurista y vital opción de las prácticas del arte contemporáneo que se movilizan en el campo expandido de la cultura. La historiadora del arte austriaca Mechtild Widrich –una de las referencias de estudio de Doris Salcedo, como lo es también James Young– ha llamado a esto en su libro del mismo nombre, publicado en 2014, “performative monuments” (“monumentos performativos”). Este no es ejecutado únicamente por un artista, ni un arquitecto: ellos comparecen e interactúan aunque delegan la acción de conmemorar en la vida social de las comunidades y en la realidad de los hechos donde ella transcurre, dejando así que se precipiten en la situación los cristales de esa sustancia social común.
La tarea que tenemos en este momento crucial de nuestra historia requiere de estas memorias que dan forma a la conciencia colectiva. Es ahora cuando debemos ser capaces de pensar la barbarie, ya que estamos ante “un instante de peligro” –siguiendo a Benjamin–: aquel donde se ponen a prueba nuestro pensamiento y nuestro actuar, donde estamos conminados a no conceder ni hacer empatía con los poderosos que se benefician y ordenan la guerra, con aquellos que acaso nunca han empuñado un arma, ni asistido a un combate, para retirarnos para siempre de la marcha triunfal de sus filas.