Arcadia:
Homenaje Luis Ospina

Pablo Escobar - Barbarie

1949-2019

La ausencia de memoria es la muerte

LUIS OSPINA

UN HOMENAJE

deslice

In memoriam

Gritos y susurros

Un homenaje íntimo y personal de un colega y amigo

Sandro Romero Rey

Escritor, docente, realizador y caleño. Es autor de Género y destino (U. Distrital, 2017). Su más reciente libro es la novela Anfiteatro (consolación de la pornografía) (Alfaguara, 2019).

En 2019 alcancé a celebrar cuarenta años de amistad con el realizador audiovisual Luis Ospina. Lo recuerdo muy bien, porque fue la primera vez que viajé al Festival Internacional de Cine de Cartagena, cuando Luis –Poncho, para los más cercanos– llegó con una copia de Agarrando pueblo, su falso documental realizado con Carlos Mayolo y que aún hoy sigue produciendo entusiasmos. Ospina y yo éramos caleños (el verbo en pasado es a propósito), pero nos llevábamos diez años de diferencia. Lo conocía desde antes, gracias al cine club del Teatro San Fernando que Andrés Caicedo y su corte mantenían con progresivo éxito local. Allí había comenzado mi tímida cinefilia adolescente y sabía que Ospina se había formado en Estados Unidos, que había hecho algunos cortos experimentales (El bombardeo de Washington, Acto de fe, Autorretrato [dormido]) y había codirigido con el frenético Carlos Mayolo sendas aventuras contestatarias (Oiga vea; Cali: de película; Asunción)que se convirtieron en la génesis audiovisual de lo que luego terminaría llamándose “El grupo de Cali”. Corrían los años setenta en nuestra ciudad. Yo estudiaba teatro y el mundo de las pantallas armonizaba a regañadientes con el de los escenarios. Hasta que en Cartagena, una noche mágica en la discoteca La Escollera, sellamos nuestro destino. Poncho estrenaba su intensa relación con la artista Karen Lamassonne y, a partir de ese momento, no volvimos a separarnos.

Regresamos a Cali. Yo tenía veinte años y ante un creador de treinta que estaba preparando Pura sangre, su primer largometraje, las tentaciones no podían ser mayores. Su inmensa casa en el barrio Versalles continuó siendo un búnker creativo, como en los tiempos del parche del cine club, con la diferencia de que no se estaba ante una comunidad de críticos y programadores, sino en la complejísima labor de echar a rodar un largometraje, en una ciudad donde hacer cine era un asunto de tercos y de desprogramados. Sin embargo, me fascinaron el rigor, la inteligencia y el humor desbordado de Poncho y su ejército. Muy pronto quemé mis naves teatrales (lo hice por ocho años) y me dediqué a hacerle la segunda a este personaje extraordinario, de una cultura y una memoria descomunales, inmenso amigo y con una capacidad natural para armar combos. Lo seguíamos sin problemas porque sabíamos que, con tanto rigor, tanta risa y tantas fiestas, era imposible caer en la trampa de las equivocaciones. Aunque en Cali se acababan de hacer dos largometrajes finalizando la década de los setenta (El lado oscuro del nevado y Tacones, ambos de Inti Pascual) fue con Pura sangre que se consolidó el mito de Caliwood. La palabrita salió en una rumba sin tiempo y se quedó allí, para los lugares comunes de la leyenda.

El rodaje de Pura sangre duró ocho semanas, de diciembre de 1980 a enero de 1981, y nos cambió la vida a todos para siempre. Fue intenso, nocturno, fes- tivo, de jornadas que trascendían los límites sindicales, pero nos acogíamos sin protestas porque sentíamos que nos estábamos inventando un idioma, una ética y un nuevo canto a la amistad.

ver más

Luis Ospina - Revista Arcadia

ocultar

Luis Ospina en 2016 con una imagen mural del fantasma de Carlos Mayolo, su cómplice de Caliwood

Fotografía: Carlos Duque

Cuando terminó la filmación, Luis se fue a editar a Bogotá y a Nueva York, mientras yo sellaba un nuevo pacto con Carlos Mayolo, ayudándole en la preproducción de Carne de tu carne. Mayolo había sido actor de Pura sangre, y ahí nos convertimos en cómplices de la felicidad. Gracias a ellos, a Karen, a Elsa Vásquez y al resto de la pandilla, aprendí los oficios del cine. Gracias al apoyo de Focine, las películas se fueron reproduciendo unas tras otras, mientras mi amistad con Ospina se profundizó. Él y Karen cambiaron de locación a un apartamento en el barrio Centenario. Yo vivía a una cuadra de distancia, así que nos veíamos a diario, comenzando jornadas vespertinas que se extendían hasta las primeras horas de la madrugada. Escribimos varios guiones (que nunca se realizaron), oíamos música a gritos y celebrábamos la continuidad de Mayolo, que se metía en aventuras de todo tipo (Cuentos de espanto; Cali, cálido, calidoscopio; Aquel 19; Rodando por el Valle) hasta consolidar sus herramientas en La mansión de Araucaíma, película en que Ospina fue editor y actor de reparto.

De aquellos tiempos me queda, más allá de la inmersión en un oficio a todas luces fascinante, entender la amistad como una forma de protegerse del mundo. Y con nadie lo viví mejor que con Luis Ospina. Él decía que parecíamos Abelardo Forero y Tito de Zubiría, dos viejos intelectuales que tenían un programa de televisión donde se sentaban, el uno frente al otro, a divagar sobre lo divino y lo humano. Así fue convirtiéndose, poco a poco, nuestra complicidad espiritual. Todas las tardes nos sentábamos “a compartir silencios” y, cuando la noche caía, nos sentábamos frente a la máquina de escribir eléctrica. Organizamos juntos la obra inédita de Andrés Caicedo (que luego serviría de base para su largometraje de 1986 Andrés Caicedo:unos pocos buenos amigos), intentamos hacer una versión de la novela erótica Massimissa, gestamos entre todos el cortometraje En busca de ‘María’, colaboré en los documentales Antonio María Valencia: música en cámara y Ojo y vista: peligra la vida del artista, ambos de 1987. Hasta que la vida hizo que quemase mis naves y me fuera de nuestra ciudad para siempre.

No es extraño que Luis, con el video convertido en su nueva herramienta de trabajo, hiciese su extraordinaria Adiós a Cali de 1990. No obstante, Poncho permaneció tercamente en el terruño, colaborando con Telepacífico e inventándose un nuevo modelo de hacer documentales inteligentes que se materializaron en títulos como Arte-sano: cuadra a cuadra, Fotofijaciones, Slapstick, Cámara ardiente y, sobre todo, la llamada trilogía de los oficios (Al pie, Al pelo, A la carrera), con la que comenzaría su lenta despedida de la ciudad de nuestros sueños comunes.

Yo me fui a vivir a París y allá se apareció Poncho, con su camarita, inventándose un nuevo proyecto que terminó siendo una de sus obras maestras: Nuestra película, el retrato póstumo del pintor Lorenzo Jaramillo, hermano de la actriz Rosario Jaramillo (mi otrora novia), que ayudó a abrir las puertas en Bogotá para que Lorenzo, pocas semanas antes de morir víctima del sida, tomase un último impulso para colaborar con esa exquisita “canción de cuna para un difunto”, pieza fundamental en la historia del audiovisual colombiano de todos los tiempos. Ospina regresó a Bogotá y, mientras estuve en París, nos escribíamos larguísimas cartas terminando, quizás, el periodo epistolar de nuestra generación, poco antes de que internet borrase las distancias y las nostalgias. Gracias a su correspondencia supe de su cortometraje delirante junto al realizador francochileno Raúl Ruiz, con quien codirigió un curioso divertimento, grabado en las instalaciones de la Academia Superior de Artes de Bogotá, titulado Capítulo 66: telenovela metafísica, de la que nunca se sabría ni de dónde venía ni para dónde iba. Un tesoro aterrador.

Para cerrar la gesta caleña, Ospina realizó una serie de diez capítulos titulada Cali: ayer, hoy y mañana, a la que llamábamos, de manera jocosa,por su extensión, nuestra Berlin Alexanderplatz. De allí en adelante, todo sería una borrasca: el ensayo audiovisual titulado Mucho gusto, el thriller Soplo de vida (su segundo largometraje de ficción... diecisiete años después de Pura sangre), para dar paso a su última etapa que coincide con el nuevo milenio: su cachetada a Colombia con La desazón suprema: retrato incesante de Fernando Vallejo (2003), su corto experimental Video (B)Art(H)Es, su desopilante mockumentary titulado Un tigre de papel (para muchos, su segunda obra maestra, después de Agarrando pueblo), su serie documental titulada De la ilusión al desconcierto: cine colombiano 1970-1995, hasta llegar a su canto del cisne (o “canto del cine”, según el chiste que le gustaba repetir), final de un largo viaje por la vida que decidió llamar Todo comenzó por el fin, una frase que nos habíamos inventado en El pobre Lara, uno de nuestros largometrajes nunca filmados: 208 minutos que dan cuenta de una generación, de la gesta de una amistad y del lento viaje hacia la desaparición definitiva de su propio realizador.

Todo comenzó por el fin (2015)

Fragmento

Cuando Luis cayó enfermo de cáncer lo visitaba con discreta frecuencia y seguíamos conversando con calma, casi nunca de amores, casi siempre de cine y, desde años atrás, sobre la muerte. Una noche de navidad, en la que dormía solo mientras todos sus cercanos nos íbamos a celebrar con nuestros respectivos entornos, me dijo: “Tráeme Gritos y susurros”. “Estás loco”, le dije. “En estas circunstancias dedícate a ver musicales de la Metro”. Pero obedecí, no solo con el título de Bergman que me reclamaba, sino con diez más de nuestro querido realizador sueco. Luis soportó sus dolores viendo películas sobre dolores inmensos “para relajarse”, mientras se iba enfla- queciendo. Su piel se tornaba cada vez más blanca y la debilidad parecía instalarse para siempre en su cuerpo de terca elegancia.

Sin embargo, sobrevivió un tiempo más. Desde 2009 hasta el 27 de septiembre de 2019 nunca lo vi tan activo, tan obsesionado por sacar un proyecto adelante (el Festival de Cine de Cali, que dirigió durante diez años) y comprometiéndose con nuevas aventuras cinematográficas (el corto Hay que ser paciente, para el proyecto webdoc Paciente, de Jorge Caballero), colaboraciones para amigos cineastas y, sobre todo, su actuación en La fiera y la fiesta, el largometraje de los dominicanos Israel Cárdenas y Laura Amelia Guzmán, compartiendo cartel con Geraldine Chaplin y Udo Kier, monstruos sagrados de nuestras viejas y fieles cinefilias.

A pesar de que su enfermedad se controló y luego reventó, como en los Parásitos asesinos, por otras partes de su cuerpo, Poncho preparaba otra película, cuyo proyecto se ganó varios premios y tenía el título de Mudos testigos, a partir de una intensa investigación acerca del cine silente en Colombia. El lunes 23 de septiembre hablé con él por última vez en la clínica, primero con su colaboradora Gerylee Polanco y con nuestro amigo de tantas vidas, el historiador caleño Ramiro Arbeláez. Lo acompañamos un rato y luego me quedé con él hasta que cayó la noche y la oscuridad se instaló en el cuarto, con una triste penumbra de despedida. Sabíamos que, al día siguiente, sería operado y no queríamos especular sobre las consecuencias. Así que hablamos sobre sus enemigos, tema que lo entusiasmaba, como buen polemista que siempre fue. Sabía que estaban esperando para caer como chulos sobre su cadáver y Luis bromeaba con la idea de que no se moría “para no darles gusto”.

Pero no pudo más. El viernes 27 de septiembre en la mañana recibí la llamada fatal de Lina González, la discreta y heroica protagonista de sus últimos años. Su muerte era cuestión de horas. Aunque nunca he sido capaz de mirar a los moribundos, respiré profundo y fui a verlo por última vez. Se estaba yendo, con la boca abierta, lanzando el último soplo de vida. No le dije nada, al contrario de lo que me recomendaron algunos cultores del viaje al más allá. Lo miré en silencio y esperé unos cuantos minutos. Recordé nuestras conver- saciones sobre la muerte y pensé: “Llegó la hora”. Salí de allí y poco después me informaron que mi amigo Luis Ospina, a quien amé durante cuarenta años, ya no estaba. En los días posteriores a su viaje final comencé a hacer conciencia de su genio. El haber estado a su lado, en el día a día, de repente no me permitió guardar distancia para ver la dimensión de su obra. Ahora lo respeto y lo admiro mucho más; ahora que ya no está frente a mí para tomarnos el trago del silencio, sino para recordar los tiempos felices en los que supimos hacerle trampa al dolor para que él pudiera, con más de cincuenta premios y reconocimientos por su gesta, demostrarse a sí mismo que había venido a este triste mundo para ser el mejor militante posible de la causa del cine.

Chao, Poncho. Gracias por darme tu número de teléfono en Cartagena. Aún lo recuerdo: 631717. Todos los días tengo la tentación de volver a marcarlo. Pero ahora estás hecho cenizas, en el discreto jardín que Lina concibió para que descansaras después de tantas turbulencias.

Oiga, vea (1971)

Fragmento

Homenaje a Luis Ospina - Ficción y realidad

Las verdades del afecto y la memoria

Una mirada al cine de Luis Ospina desde los conceptos de la verdad y la mentira.

Pedro Adrián Zuluaga

Escritor, crítico de cine y columnista de ARCADIA.

Hay dos momentos ejemplares en el cine que codirigieron Luis Ospina y Carlos Mayolo en la década de los setenta, y que pueden suscitar una reflexión amplia sobre la verdad y la mentira. El primero está en Oiga vea, el cortometraje que inauguró la colaboración entre los dos cineastas. Ospina, ante la cámara, pregunta a un agente de la policía si ha habido accidentes en el ferrocarril, el espacio periférico hacia el que deriva esta película no oficial de los VI Juegos Panamericanos de Cali en 1971, en procura de una verdad social que contradiga el discurso impuesto y vertical de los intereses políticos. El agente dice que no. En el plano siguiente, Luis Alfonso Londoño, un vecino de ese tren que tiene también los logos oficiales de los juegos, contradice la versión y cuenta de varios accidentes de niños descolgados de los vagones –imagen viva de la pobreza en que malviven– y que caen a la vía hasta quedar sin conciencia.

En estos testimonios opuestos se encapsula buena parte del sentido del cortometraje, que es todo él un dispositivo para develar las imposturas del “cine oficial”.

Con estas dos palabras, Ospina y Mayolo señalan a la película comisionada por la organización de los juegos, dirigida por Diego León Giraldo, filmada en 35 mm. y favorecida con el acceso pleno a los escenarios deportivos. Oiga vea, por el contrario, registró los márgenes de la gran fiesta de la ciudad y mostró la otra cara del evento: la pobreza que se quería encubrir.

Los dos cineastas estaban postulando que el cine podía ser un instrumento al servicio de los poderosos para manipular o tapar las verdades incómodas; pero también, mediante un giro ético y político, sería capaz de revelar lo que el poder siempre quiere mantener oculto. Oiga vea, en efecto, da ese giro.

El otro momento es el epílogo de Agarrando pueblo, que exhibe y le da la vuelta al mecanismo propuesto por el propio cortometraje. En este, Luis Alfonso Londoño –sí, el mismo que aparece en Oiga vea–, luego de limpiarse el culo con los billetes que le ofrece el productor de la película que está siendo rodada, sin permiso, en su casa, se envuelve en la cinta de filmación y la destroza. Su performance de colonizado que desafía al colonizador se corona con la orden de cortar, que da el mismo Londoño, contra- viniendo la lógica de un rodaje en que esa prerrogativa corresponde a quien filma y no a quien es filmado. Luego le pregunta al equipo de filmación si lo ha hecho bien. No satisfechos con este gesto (simulado) de subversión y autoconciencia, Ospina y Mayolo construyen el mencionado epílogo; en este los vemos sentados con Londoño, a quien le preguntan varias cosas sobre el cine y hacen reflexionar sobre su experiencia como actor del corto. Sin embargo, durante ese diálogo, Ospina corrige la postura de la mano de Londoño; el poder de los cineastas y la jerarquía del acto cinematográfico quedan restituidos. Agarrando pueblo se revela así como lo que es: un gran montaje, una mentira construida que cuestiona el régimen de verdad del cine y el poder que acarrea, al mismo tiempo, los límites de ese poder y las posibilidades, tal vez mínimas, de rebelión.

Agarrando pueblo (1977)

Fragmento

En una entrevista a Luis Ospina en 2007 –“Que la verdad sea dicha”, publicada en Kinetoscopio n.° 80–, hecha por Santiago Andrés Gómez y Carlos Eduardo Henao, el director recordó el contexto en que se produjo Agarrando pueblo: “Yo pienso que en esa época fue cuando comenzó a cuestionarse un poco el aparato cinematográfico en sí. Se desmitificaron los instrumentos mismos del cine: la cámara y el micrófono. Por eso no dudamos en mostrar nuestras herramientas, no nos preocupábamos por esconder el micrófono ni ocultar que la realidad que se está registrando es la realidad que crea la cámara”.

El aparato cinematográfico es para Ospina un medio a través del que se conserva la memoria de lo que tiende a desaparecer; una forma de lucha obstinada contra la muerte y el olvido: una creación incesante de archivo.

El archivo que el director buscó preservar tuvo, a lo largo de su vida, un acento cada vez más íntimo. Después de Agarrando pueblo, Ospina y Mayolo no volvieron a codirigir, aunque mantuvieron una activa colaboración que se vio corroborada en los largome- trajes de los años ochenta que cada uno dirigió en so- litario. Mientras Mayolo siguió creyendo en el uso del cine como herramienta política, Ospina se afirmó en un descreimiento de las ideologías y en el desarrollo de lo que él mismo describió como “nostalgia crítica”.

Luego de la experiencia de Pura sangre, estrenada en 1982 y recibida con mucho escepticismo por varios críticos, Ospina se retrajo en su forma particular de memorabilia. En su carrera empezaron a sucederse los trabajos sobre artistas con los que sintió una particular afinidad, como una forma de crear contrahistorias o, al menos, de hacer una fisura en las rígidas y solemnes verdades oficiales. En sus documentales se interesó por proscritos de la tradición cultural como el músico Antonio María Valencia, el pintor Lorenzo Jaramillo o los escritores Andrés Caicedo y Fernando Vallejo. “Mi simpatía siempre está con los marginados o con los que están en contra de algo. Soy dado a crear mitos. Y a sostenerlos. Al principio, por ejemplo, el mito de Andrés Caicedo lo manteníamos unos poquitos, se creyó que literalmente era una cosa de ‘unos pocos buenos amigos’. Era un personaje prácticamente inédito”, dice Ospina en una entrevista que le hice, publicada entera el día de su muerte en la página web de ARCADIA.

Un tigre de papel (2007)

Fragmento

En ese camino de releer su entorno y de buscar resaltar las disidencias sexuales y otras formas de rebeldía vital y artística, Ospina se encontró con una figura mítica por excelencia: el precursor del collage en Colombia, Pedro Manrique Figueroa. A partir de ese personaje de ficción creado por los artistas Lucas Ospina, François Bucher y Bernardo Ortiz, y la escritora Carolina Sanín, Luis Ospina emprende una interpretación del mito del compromiso político del artista de izquierda y ofrece un punto de vista sobre la historia de la segunda mitad del siglo xx. En Un tigre de papel, el falso documental es el medio para cuestionar, según palabras del propio Ospina, “los mecanismos cinematográficos con los cuales supuestamente se dice la verdad y se dice la mentira”. En la entrevista con Gómez y Henao, afirma: “Los mismos mecanismos que uno utiliza para decir una verdad documental los puede utilizar para mentir. Por esos días [de la realización de Un tigre de papel] yo había leído una frase de Kiarostami que decía que ‘el cine es contar una cantidad de mentiras para llegar a una verdad’, y pensé que si iba a hacer una película sobre los años sesenta y setenta, una etapa que se ha mitificado, ficcionalizado e idealizado, quizá sería a través de la mentira. Pensé que de esta forma se podría llegar a tener una visión retrospectiva de esos años que fuera verdadera, aunque suene como una paradoja decirlo”.

Así pues, el pretexto de Un tigre de papel es falso. Pero ¿es real el contexto? ¿Esa historia de Colombia que el brillante mockumentary sobre Manrique Figueroa y su entorno recrea no es también una forma de revisionismo que, más que a una verdad única y compacta, nos arroja a las experiencias y las interpretaciones? Ospina también creía que era así. “[...] Para mí es muy importante el testimonio de (Arturo) Alape que comienza la película porque él dice que la historia se genera a través del rumor. Y que un momento, como el 9 de abril, se vuelve muchos momentos. Así mismo, Manrique Figueroa es un rumor, un rumor fantasmal que se va extendiendo y que es corroborado por todos los entrevistados”. La verdad histórica parecería enton- ces no tener un estatuto privilegiado, ni ser una forma final o positiva del conocimiento.

Quizá por eso ya desde Oiga vea se percibe en Ospina un franco interés por multiplicar las versiones sobre la realidad y por ir a la captura de las verdades parciales que ofrecen los testimonios de los muchos entrevistados que hay en su cine documental.

Pura sangre (1982)

Fragmento

Esa valoración del testimonio como una verdad no jerarquizada alcanzó su clímax en la trilogía de los oficios que realizó en 1991, compuesta por los títulos Al pie, Al pelo y A la carrera. En su artículo “Vini, video, vici: el video como resurrección”, publicado en 1999 en El Malpensante, Ospina escribió: “¿Por qué escogí a los lustrabotas, a los peluqueros y a los taxistas como tema? Porque ellos desempeñan en la sociedad un papel similar al del documentalista. Ellos, a su manera, también son comunicadores sociales; en el desarrollo de su actividad reciben y transmiten información muy variada de un amplio espectro social”.

Si se multiplican las verdades o estas se vuelven “simples” versiones, a qué fe aferrarse. Con su humor célebre y reconocible, siempre imbuido de un cierto fondo trágico, Ospina repetía: fe es creer en lo que no se ha revelado. Decía que esa era la fe del cineasta, en referencia a la confianza o la terquedad para seguir haciendo cine no importa si el formato era la película que se revela o el video que se graba, y que para él mismo fue una resurrección. No hay nada distinto al cine en qué creer.

En los últimos años fue muy reiterativa en Ospina la sospecha sobre una verdad política para comprometerse o luchar. Resulta entonces de una lógica implacable que su última obra, Todo comenzó por el fin, sea el recuento de una vida –por fin la suya misma– atravesada de principio a fin por el cine: desde el padre que filmaba y le entrega al hijo las cámaras hasta el gesto de desnudar su enfermedad y su cuerpo ante los espectadores.

A la mentira intrínseca construida por la política y la historia, Ospina opone las verdades del afecto y la memoria. La obra del director caleño marca una ruta que coincide con un ethos del cine latinoamericano: el paso de filmar a los otros buscando construir una verdad o una utopía colectiva, al triunfo del escepticismo y de aquello que la ensayista argentina Beatriz Sarlo llamó, en su libro Tiempo pasado, “la razón del sujeto”: “La historia oral y el testimonio han devuelto la confianza a esa primera persona que narra su vida (privada, pública, afectiva, política), para conservar el recuerdo o para reparar una identidad lastimada”.

Hay que decir, en todo caso, que esas primeras personas del testimonio siempre estuvieron ahí en el cine de Ospina (desde sus inicios con Mayolo), hasta que la fuerza de las circunstancias lo convirtieron a él mismo en quien filma y quien es filmado. En el yo. ¿Terminamos aquí?

ver más

Luis Ospina - Revista Arcadia

ocultar

Luis Ospina vestido de Norma Desmond, seudónimo con que firmaba artículos de prensa sobre cine en los años ochenta. El maquillaje y la caracterización son de la artista Karen Lamassonne, su novia de entonces.

Fotografía: Carlos Duque

Un gran legado

Luis y el Ficcali

En el Festival Internacional de Cine de Cali, Luis Ospina ejerció, en calidad de director artístico, una enorme y generosa labor como curador y programador. El festival es su obra más larga y, tal vez, la que compartió con más personas.

Ramiro Arbeláez

Profesor de audiovisuales de la Universidad del Valle. Perteneció al Cineclub de Cali y la revista Ojo al cine, y dirigió la Cinemateca La Tertulia. Autor de documentales y de artículos sobre la historia del cine.

No hay que ser muy exhaustivo para mostrar todo lo que Luis Ospina hizo por Cali en materia cinematográfica. Nos dejó una obra fílmica, videográfica y escrita en las que están él y su mirada, y la historia del grupo de Cali; estuvo activo al menos por dos décadas del siglo xx, protagonista de muchos procesos y obras. Los integrantes de ese grupo aportaron a la ciudad con su visión, sensibilidad y producción artística. En la obra de Luis se encuentran registros y testimonios, hechos históricos, culturas, auges y destrucciones, cambios de fisonomía, cambios de políticas públicas, pero también cambios de gustos y sensibilidades, es decir, del espíritu vivo de la ciudad. De eso se trata construir memoria, y lo más importante: ¡ese legado se puede consultar!

Pero hay otra herencia menos tangible de Luis: su labor como curador y programador. En ella comprometió su gusto, su conocimiento y su experiencia. Lo capacitaron para hacer una excelente labor: haber vivido desde niño una vida llena de películas; haber estudiado en la meca del cine; haber transitado todas las tecnologías audiovisuales, sus diferentes formatos, colores y duraciones; haber experimentado con géneros, presupuestos, circuitos de distribución y exhibición; haber pasado por los roles de producción, promoción, educación y crítica cinematográfica (Luis fue productor, director, guionista, montajista, sonidista, camarógrafo, actor, crítico, cineclubista, proyeccionista, archivista, profesor, traductor, jurado, director de cinemateca...).

Eso lo pudimos constatar en el Festival Internacional de Cine de Cali (Ficcali). Apoyado por la Secretaría de Cultura del municipio desde su primera versión en 2009, el festival contó con Luis Ospina como director artístico hasta la edición xi que celebramos hoy. Puede decirse que es su obra más larga y, tal vez, la que compartió con más personas, más públicos, más gente asociada al cine. Desde el comienzo, Ficcali optó por el cine de vanguardia, diferente al trillado cine hollywoodense; apostó por un cine arriesgado, experimental, innovador, exigente con el público; por un cine que prefiere no gratificar al conformista, sino exigirle experimentar, reflexionar, comprender otras miradas de mundo, abrirle el espíritu a nuevas fronteras de contenido y forma; a enfrentarse a “películas desafiantes, provocadoras e inspiradoras”, en palabras del mismo Luis.

En lugar de reunir estrellas maquilladas para que desfilaran ante alienados que aplauden, el festival optó por traer directores, guionistas, investigadores, analistas, programadores y talleristas que conversaran con los públicos, que compartieran sus reflexiones, que enseñaran pero que también escucharan y discutieran sobre las reacciones, dudas o provocaciones de los espectadores, gente de cine que ofrece, en su palabra y sus imágenes, algo de su oficio y su mirada.

El desafío es mantener la posición de vanguardia que ha alcanzado hasta ahora el festival. Cali y su Secretaría de Cultura deben proteger uno de los más importantes legados de Luis Ospina.

Entrevista a Luis Ospina en el FICCALI 2018

Este año, el Festival Internacional de Cine de Cali le rendirá un homenaje al director caleño con exposiciones y una retrospectiva. Aquí, Ospina habla en el décimo aniversario del festival.

La pasión por el cine

Creador y gestor

La vida y la obra de Luis Ospina dejan claro que el genio y la generosidad pueden ir de la mano. Elogio de un artista, un innovador y un impulsor cultural que puso al cine nacional a brillar por el mundo entero.

Carmen Inés Vásquez Camacho

Ministra de Cultura

Los maestros Luis Alberto Álvarez (1945-2006) y Luis Ospina (1949-2019) afirmaron en una famosa conversación de 1997 que “mientras más compleja sea una película, más complejo se vuelve el público. Es el cine el que hace a su público, y no al revés.” Ambos sabían que el cine transforma la realidad y al público; ambos sabían que este arte es mucho más que un espacio de evasión, y eso también lo sabemos en el Ministerio de Cultura. Tanto Luis Alberto Álvarez como Luis Ospina se han ido, pero nuestra admiración por ellos permanece, y nosotros y todas las personas a quienes ellos inspiraron seguimos trabajando porque haya más cine en Colombia.

La vida y la obra de Luis Ospina son una demostración de que el genio y la generosidad pueden ir de la mano, y de que los colombianos hemos hecho grandes aportes a la historia del cine mundial. En su trabajo con Andrés Caicedo y Carlos Mayolo, y con el grupo de Cali, Luis Ospina puso dos términos en los diccionarios internacionales del cine: “Pornomiseria” y “Gótico tropical”. Con el primero Mayolo y Ospina calificaron el cine que se hace sobre la explotación de las desgracias. El segundo, por su parte, es una forma del terror que combina las claves del gótico literario y audiovisual con nuestros climas, paisajes y costumbres. Ese género que Caicedo, Mayo- lo y Ospina crearon con base en cintas como Pura sangre (Ospina, 1982) y La mansión de Araucaíma (Mayolo, 1986) sigue siendo una referencia para los cineastas del mundo.

Luis Ospina fue un artista innovador y también fue un gestor cultural. El Festival Internacional de Cine de Cali es uno de sus hijos, como lo fueron antes el Cine Club de Cali y la revista Ojo al cine, entre otras plataformas para el pensamiento y la belleza.

La obra de Ospina se construyó entre el Valle del Cauca y Bogotá. Luis Ospina nos demostró que se puede cambiar el mundo de distintas maneras, que los más brillantes cineastas fueron primero grandes cinéfilos, y que el cine colombiano no es uno sino muchos cines que nacen en los diferentes territorios del país.

La obra de Luis Ospina es ejemplar y valiosa, pero él fue ante todo un hombre bueno: la generosidad con que abrazaba a los protagonistas de sus documentales, anónimos o famosos colombianos, nos permitió ponernos en su lugar y descubrir nuestro país. Con esa misma generosidad Ospina abrazó a sus amigos, a la gente que lo escuchaba en sus conferencias y al público de sus películas. No fue la vanidad lo que orientó su vida; fue la pasión por el cine y el amor por la gente en la que posaba su mirada.

Luis Ospina nos hará mucha falta, pero su vida es envidiable: pocas personas pasan por el mundo dejando tanto. Lo despedimos con alegría por esa vida tan intensamente vivida, y por la certeza de que su obra seguirá siendo uno de los pilares de nuestros cines.

líderes sociales en Colombia

Con su creación en 1997, Proimágenes Colombia heredó los títulos de veintinueve largometrajes de Focine (Compañía para el Fomento Cinematográfico), entre los que está Pura sangre (1982), la primera película de ficción de Luis Ospina. El objetivo de Proimágenes, en conjunto con la Fundación Patrimonio Fílmico Colombiano, es restaurar y digitalizar películas nacionales producidas décadas atrás para conservar la memoria audiovisual del país y garantizar el acceso. Dado que las películas se grababan con otras tecnologías y formatos, como 35 mm., el tiempo y las condiciones climáticas influyen en su deterioro. Por eso es necesario hacer la corrección digital, cuadro a cuadro, que permita capturar los negativos originales, la imagen y el sonido, y conservar una copia especial para archivo.

En el rodaje de Al pelo (Trilogía de los oficios, 1991)

La mala educación

María Wills

Investigadora y curadora especializada en arte contemporáneo, con un marcado interés en la evolución de la fotografía del siglo xx. Durante dos años investigó el archivo de Fernell Franco.

¿Que sería de la historia del arte colombiano sin el grupo de Cali? ¿Sin su singularidad, sin la confluencia de personas que se encontraron para crear tercamente, de una manera tan única? Andrés Caicedo, Carlos Mayolo, Hernando Guerrero, Ramiro Arbeláez, Pakiko Ordóñez, Eduardo Carvajal, Óscar Muñoz, Fernell Franco y, por supuesto, Luis Ospina, que nos dejó el pasado 27 de septiembre: ellos le dieron vida a una pasión caótica en apariencia, pero tan bien elaborada... Cineclubismo, literatura, exposiciones, tertulias, correspondencia, fotograf ía, y todo eso en su lugar iniciático; en el caldo de cultivo que fue Ciudad Solar.

Cali es para mí un lugar bendecido por mentes con las que muchos hemos crecido emocional y artísticamente. Luis Ospina mostró en cada uno de sus proyectos un amor por todo lo que fue esa gallada tremenda, en donde la mala educación era el mejor ejemplo, porque hay que ser rebelde para enfrentarse a la tediosa realidad de un país violento que ha dejado huérfanos a sus creadores. Él fue un ejemplo de la terquedad que implica el arte. Logró superar la escasez para tornarla en abundancia creativa y crítica.

Oiga vea (1971) y Agarrando pueblo (1978), de Ospina y Mayolo, son pilares de la formación visual de cualquiera que quiera entender las maneras de retratar la estratificación social de nuestro país –y en el fondo, de cualquier país–. El término pornomiseria nunca será anacrónico, pues en esta intermediación que es el arte ciertas reglas permanecen: “Hicimos Agarrando pueblo como una especie de antídoto o baño maiakovskiano para abrirle los ojos a la gente sobre la explotación detrás del cine miserabilista que convierte al ser humano en objeto, en instrumento de un discurso ajeno a su propia condición”.

Por esta misma vía que implicaba documentar al “otro” y que surgía de esa necesidad de contar historias cercanas y universales, en 1991, en el marco de un trabajo comisionado por Telepacífico y en su deseo pedagógico (siempre tuvo alma de profesor) de activar la Facultad de Comunicación de la Universidad del Valle, Ospina hizo la trilogía sobre oficios Al pelo, Al pie y A la carrera, una obra que hoy podría verse como precursora del cine etnográfico. Para hacerla, el director recorrió la vida de taxistas, peluqueros y lustrabotas en Cali. Las imágenes que aquí aparecen son de Fernell Franco, que en varias de las películas de Ospina se camufló en los rodajes. El cine de Ospina se alineaba sin duda con sus intereses como fotógrafo. Ambos estaban en la calle, en la cotidianidad de los barrios populares de Cali.

El documental –justo en momentos, hay que decirlo, de una oferta cinematográfica comercial tibia y mediocre– supera la ficción. En los espacios marginales encon- tramos una realidad más poderosa, la de seres anónimos cuyas historias podrían haber quedado en el olvido.

Aquí, además, vemos unos gestos propios del cine de Ospina: una realización que se da en el proceso de filmar sin guion, y una concepción de la edición como una labor de empatía con el retratado. Y es que Ospina fue un genio del retrato: de Lorenzo Jaramillo, de Fernando Vallejo y, en su última pieza, Todo comenzó por el fin, de sí mismo. En ella logra uno sumamente íntimo, hilado además con los retratos de esos otros con quienes compartió su vida; esos otros por los que hoy se habla de Caliwood, del vampirismo y del gótico tropical. No es un mito, es la realidad que supera la ficción.

ver más

Luis Ospina - Revista Arcadia

ver más

Luis Ospina - Revista Arcadia

ver más

Luis Ospina - Revista Arcadia