Fragmentos:
La visión de la exguerrilla y los militares

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Fragmentos

Pisar las armas:
la visión de la exguerrilla
y los militares

La negociación

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Desde el día en que el expresidente Santos le encomendó a Doris Salcedo la realización del contramonumento en Bogotá, hubo resistencia de las partes ante el destino de las armas fundidas: el piso de Fragmentos. Esta es la historia de esa otra negociación.

María Jimena Duzán

Periodista. Autora de Santos. Paradojas de la paz y del poder (2018), entre otros libros

Bogotá

La Habana, enero de 2016


Acabo de salir de una reunión con Iván Márquez, jefe de la delegación de las Farc. Varias veces había intentado hablar con él, pero no había tenido ninguna respuesta. Durante estos tres años que he ido y venido a La Habana, he encontrado en los demás comandantes guerrilleros –Catatumbo, Alape y Lozada– una mejor disposición para hablar conmigo. Márquez, en cambio, siempre se ha mantenido distante, y hasta ahora han sido muy pocas las oportunidades en que he podido verlo.

En este viaje me urgía hablar con él. Parece inminente la firma del punto que tiene que ver con el fin del conflicto, en que se pactan los pasos para iniciar el proceso de dejación de armas. Siempre se dijo que si el proceso de paz lograba llegar a este punto ya no había vuelta atrás. Nunca imaginé que les preguntaría a las Farc cuándo y cómo dejarían las armas.

Márquez llegó a la hora acordada al lobby del hotel en que me estaba hospedando, acompañado de Granda. Con esa rectitud en las formas que le dejaron sus días de seminarista, pidió un ron Santiago y prendió un puro. Su semblante reflejaba algo parecido a la certeza, y aunque todavía se le veía en el ceño la aprensión que impone la desconfianza, le vi por primera vez hablando sin que pesara cada una de sus palabras antes de decirlas. Me contó que ellos ya estaban listos para empezar la dejación de armas y que solo faltaba finiquitar el tema de las zonas en que los guerrilleros debían reubicarse. “Vamos a dejar las armas, no a entregarlas”, me aclaró recordándome cómo las sutilezas en el lenguaje representan en el fondo grandes conquistas.

“A nosotros no nos derrotaron y por eso no tenemos que entregar las armas. Nosotros decidimos silenciarlas, dejarlas de lado”, agregó en un tono pontificante. “Las armas se las vamos a entregar a las Naciones Unidas, pero no lo vamos a hacer en un acto público, ni van a verse fotos de guerrilleros entregando sus armas”, dijo tras ilustrarme sobre cómo ni siquiera en Irlanda del Norte habían salido fotos de los guerrilleros del IRA entregando las armas. “El gobierno entendió que para nosotros este tema tiene que ver con nuestra dignidad de guerrilleros y accedió”, remató con triunfalismo.

Lo vi especialmente interesado en los monumentos que se habían acordado construir con las armas en Bogotá, La Habana y Nueva York, concebidos, según él, con el fin de recordar el final de la guerra y la victoria de la paz.

“Cómo se imagina esos monumentos?”, le pregunté. De inmediato sacó de su maletín una serie de bocetos. El que me mostró era el dibujo de un gran arco del triunfo con las armas de las Farc puestas en las cornisas en forma de cruz.

(Aparte de mis memorias sobre el proceso de paz en La Habana, escritas a lo largo de cuatro años.)

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Las armas en un container luego de ser verificadas por las Naciones Unidas, listas para ser trasladadas a los hornos de Indumil. Allí, usando una tecnología única en el país, un grupo de expertos las fundieron a una temperatura entre 3800 y 4500 grados centígrados.

La negociación

Desde el día en que el expresidente Juan Manuel Santos le encomendó a Doris Salcedo la realización del monumento en Bogotá, se abrió un inesperado proceso de negociación entre las Farc y la artista colombiana, a quien Santos le había dado toda la libertad para adelantar el proyecto.

Desde el inicio Iván Márquez asumió la vocería del tema y fue la contraparte de Salcedo en casi todas las reuniones. Márquez quería un monumento triunfalista, que conmemorara la victoria de la paz y que dignificara la lucha armada y el papel de las Farc; es decir, quería un monumento que les rindiera tributo a las armas, sin las cuales ninguna de las partes habría firmado la paz. En su cabeza aún seguía vigente el boceto que me mostró aquella tarde calurosa en La Habana.

Doris Salcedo, en cambio, llegó a la mesa con una propuesta disruptiva: ella no quería hacer ningún monumento que glorificara a los guerreros por haber silenciado sus fusiles. Ella quería hacer un contramonumento que expusiera el horror de la guerra. Quería mostrar el dolor de las víctimas y su sufrimiento para que las nuevas generaciones no olvidaran lo que les sucedió a sus padres y abuelos. Ella, que ha sido una artista de obras efímeras, tenía la idea de fundir las armas y con ese metal hacer el piso de lo que iba a ser un museo en donde se pudieran exponer obras de artistas que mostraran todas las miradas que el arte ofrece y ofrecerá sobre las atrocidades de la guerra.

La idea de traer a víctimas del conflicto para que martillaran los pedazos de metal aumentó aún más la distancia entre las Farc y la artista. Para Salcedo esa era la forma en que las víctimas podían dejar impreso su dolor. Las Farc sentían, en cambio, que esa propuesta los trataba crudamente porque cercenaba el carácter heroico que acompaña a los revolucionarios que deciden empuñar las armas para cambiar el mundo. “Martillar sobre nuestras armas es pisotear nuestra dignidad revolucionaria”, me dijo en una ocasión uno de los exmiembros de las Farc que se opuso de entrada a este contramonumento.

Al inicio de la negociación, Iván Márquez se mostró reacio a la propuesta de Doris Salcedo, pero con el paso de los meses –duraron cerca de seis meses negociando– las distancias se fueron acortando. Sin embargo, la súbita ida de Iván Márquez hacia el campamento en Caquetá tras la captura de Santrich, su amigo más cercano, dejó ese proceso de negociación en el limbo.

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Cuando los containers de las Naciones Unidas llegaron a Sogamoso, Doris Salcedo les pidió a los policías poner todas las armas sobre sábanas blancas, según ella, “para que después el país pueda ver la cantidad de armamento que entregó la guerrilla”. Esta imagen, que capturó un dron de la Policía, permaneció archivada hasta la inauguración de Fragmentos, pues el gobierno les concedió a las Farc no hacer pública ninguna fotografía del proceso de dejación.

El traslado de las armas a los hornos de fundición de Indumil en Sogamoso fue una labor titánica que se hizo con el acompañamiento del general Álvaro Pico de la Policía Nacional, un oficial de baja estatura y de contextura delgada. Él, junto con el general Flórez y el general Rojas, fue el encargado de diseñar la estrategia de protección de las Farc que permitió el traslado de miles de combatientes desde el corazón de la selva hasta las zonas de reubicación donde debían iniciar el proceso de dejación de armas; una operación descomunal que logró movilizar a 9000 hombres armados a través de ríos y cordilleras, en el preciso momento en que el Acuerdo de Paz estaba en el limbo luego de la pérdida del plebiscito. Pese a que el pacto pendía de un hilo, durante esos dos meses que duró la crisis no se produjo ningún incidente entre la fuerza pública y la guerrilla.

Pico fue uno de los primeros generales que se adentró en la selva con el propósito de pactar con muchos de los comandantes a los que había perseguido por años los términos finales en que se iba a acabar una de las guerras más largas del planeta. Para poder cumplir bien su misión tuvo que prepararse psicológicamente. Temía perder el juicio si no lo hacía. Aprendió el significado de la palabra empatía y se metió en sus zapatos para intentar entenderlos, así hubiese un mar que lo separara de ellos. Al final del proceso, los comandantes guerrilleros le dijeron que querían seguir bajo su custodia, una confianza que no se ha roto, porque hasta hoy siguen estando bajo su protección. Nunca se imaginó que terminaría convertido en el custodio de las armas luego de que las Farc las entregaran a Naciones Unidas, ni que lo escogerían a él de común acuerdo entre el gobierno y los exjefes guerrilleros para cumplir esa misión.

Sin que el país lo supiera, el general Pico guardó las 9000 armas, que pesaban 80 toneladas, en una escuela de la policía en Facatativá. Cumpliendo con lo acordado, nunca se hizo pública ninguna imagen ni ninguna foto de las armas. Cuando recibió la llamada de Doris Salcedo anunciándole que ella iba a ser la encargada de realizar el monumento en Bogotá, el general dio la orden de trasladarlas hasta Indumil en Sogamoso. Una vez allí, hubo mucha resistencia por parte de algunos militares y trabajadores que no veían con buenos ojos que las armas de las Farc fueran fundidas y utilizadas para construir una obra de arte. Aún así el proceso continuó y Pico –quien fue fundamental también para lidiar con las tensiones en Indumil– envió a treinta policías a desguazar y a quitar el plástico y la madera que muchas de las armas tenían adheridas al metal, pues esos materiales podían afectar el medioambiente una vez se sometieran a las altas temperaturas de los hornos. Superado este impasse técnico, se procedió a su fundición; luego, a la elaboración de las losas, y posteriormente las placas fueron trasladas por la policía al taller de la artista en seis camiones fuertemente protegidos.

Salcedo estaba empeñada en que las víctimas que martillarían las piezas de metal fundido debían ser específicamente mujeres víctimas de violencia sexual de todas las partes del conflicto, un tema que las Farc siempre ha rehuido. “Creo que son las víctimas más débiles y las que más necesitan visibilizarse”, me dijo Doris Salcedo cuando le pregunté el porqué de su insistencia en que fueran precisamente las víctimas de delitos sexuales las que fueran a martillar a su taller.

El día en que estaba prevista la sesión, las víctimas de las Farc que ella había invitado cancelaron su presencia. La posibilidad de que los excomandantes de las Farc no le dieran el beneplácito al contramonumento ahora estaba más cerca.

Salcedo martilló las placas de metal fundido con las demás víctimas y sintió con ellas su dolor, su rabia y su indignación. Su convicción de que este contramonumento debía ser erigido con el propósito no de dignificar a los combatientes, sino a las víctimas, se fortaleció.

Una vez terminada la intervención sobre las losas, el general Pico las transportó hasta el museo para que quedaran convertidas en el piso de la edificación.

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En su taller, Salcedo y su equipo prepararon el montaje de las 1300 placas que resultaron de la fundición.

El día de la inauguración, los primeros en llegar fueron Timochenko y el general Pico. Ambos se saludaron cordialmente, como si ya fueran viejos amigos. La paz es difícil de perfilar, pero si se pudiera simplificar, yo congelaría en ese saludo civilizado de dos enemigos históricos la esencia de lo que significó para Colombia el fin de la guerra con las Farc.

Advertí, desde donde estaba, cómo Timochenko movía los pies sobre las placas de metal fundido proveniente de las armas que él mismo había entregado hacía tres años. Timochenko, más delgado y rejuvenecido, se paseó por todo el contramonumento sin decir muchas palabras. Saludó de manera diplomática a Doris Salcedo y, haciendo de tripas corazón, la felicitó.

Así esté de acuerdo en muchos de los diagnósticos que la explican, yo nunca he sido partidaria de la lucha armada. Sin embargo, he dedicado gran parte de mi trabajo periodístico a entender el ethos del guerrillero. En los grupos armados, las armas y la muerte mantienen una relación incestuosa que las glorifica a ambas. Recuerdo haber visto, en los campamentos de las Farc, a guerrilleros pintando sus fusiles y durmiendo abrazados a ellos como si fueran sus amantes; registré cómo muchos de los combatientes creían en la muerte heroica de la que hablaba el Che Guevara cuando decía que “el eslabón más alto que puede alcanzar la especie humana es ser revolucionario”.

En las numerosas entrevistas que hice a guerrilleros de las Farc antes de la entrega de armas, entendí que para ellos la muerte no era un sufrimiento sino una realidad diaria con la que tenían que lidiar cada minuto, cada segundo. La guerra cambia a los hombres y a las mujeres, y la convivencia con la muerte, día y noche, los vuelve insensibles al dolor. Todavía puedo sentir la impavidez con que los excomandantes de las Farc me contaban la muerte de su compañera o la de sus hermanos.

No debió ser fácil para las Farc, que creen que su lucha armada fue heroica, haber ido a la inauguración del contramonumento. Uno de ellos, tengo entendido, entró al recinto con los ojos llenos de lágrimas al ver que todo el mundo pisoteaba las armas que ellos empuñaron por más de 50 años en una guerra en que nunca fueron vencidos.

Las Farc hubieran podido no ir a la inauguración de Fragmentos, pero hicieron acto de presencia, un gesto de empatía que hay que reconocerles. A pesar de las distancias, hubo un punto donde todos esos sentimientos se encontraron: las armas de las Farc son hoy el fundamento sobre el que se construye un nuevo espacio de convivencia y de deliberación estética. Mejor tributo a la paz, imposible.

Doris Salcedo es una artista que se especializa en desnudar el dolor. Su contramonumento no solo nos hace sentir, en carne propia, un dolor que no es nuestro, pero que debe serlo: el dolor de las víctimas. También logra penetrar el ethos del combatiente y lo confronta sin ninguna piedad.

Respetando lo acordado, el general Álvaro Pico decidió publicar las imágenes de las armas solo después de la inauguración de Fragmentos. Muchos de esos registros fílmicos se pueden ver en el video que forma parte del contramonumento.

Pico todavía tiene armas bajo su custodia. Los demás monumentos pactados en el acuerdo de paz están en veremos.