Transformar el mundo

La verdad de los rios

Transformar el mundo

SEIS IDEAS PARA REPENSAR LA SOSTENIBILIDAD

UN ENSAYO DE BRIGITTE BAPTISTE

ILUSTRACIONES DE cromalario


Un proyecto de

  • Arcadia
  • epm

deslice

Nota

El desarrollo humano sostenible es sin duda el gran objetivo de la humanidad; para ello es necesario abordar grandes retos globales y es ahí donde el enfoque de sostenibilidad brinda esa perspectiva para resolverlos y lograr el gran objetivo. Las empresas que han comprendido la importante contribución que pueden y deben hacer en este sentido buscan conciliar el logro de objetivos empresariales con objetivos de desarrollo humano sostenible, y en tal sentido su visión estratégica parte del entendimiento de que el crecimiento económico debe respetar límites sociales y ambientales. Es en este escenario donde se mueve el Grupo EPM, una organización de servicios públicos que concibe su propósito en términos de “contribuir a la armonía de la vida para un mejor futuro”.

La prestación de los servicios de energía eléctrica, acueducto, alcantarillado, gas y aseo trasciende lo puramente técnico para convertirse en la base de otras expresiones de la vida y, de esta manera, estar más cerca de la gente desde una mirada ecosistémica.

Esa dinámica empieza por la innovación, el trabajo colaborativo y en red, la búsqueda de soluciones amigables con el ambiente y el serio compromiso de adentrarse con decisión en el mundo de las energías renovables no convencionales, para contribuir a garantizar el presente y futuro del planeta que habitamos.

Imaginación, conocimiento, investigación, sensibilidad, búsqueda de caminos para fundar nuevos modos de vida, inspirados en la naturaleza y con el esplendor de su diversidad, son elementos de una narrativa que a todos nos considera protagonistas en este momento clave del siglo xxi.

dinosaurio

Transformar el mundo

Por Brigitte Baptiste

Bióloga, MA en Estudios Latinoamericanos, PhD (HC) en Gestión Ambiental. Rectora de la Universidad EAN

Además de ser una idea sensata, la sostenibilidad es un concepto bastante fácil de entender. Cuando el colombiano Julio Carrizosa Umaña lo abordó por primera vez en 1974 –en un texto visionario titulado Recursos de hoy, bienestar de mañana– se trataba de una perspectiva ecológica de largo plazo, intergeneracional, como la de los pueblos indígenas de las selvas ecuatoriales, necesaria para garantizar el bienestar de todas las personas de una sociedad. Esa mirada se ha mantenido hasta hoy, y la conocemos como justicia ambiental: un principio que considera que no es lícito imponerles a otros la degradación ecológica que causan las acciones humanas y que no es aceptable producir daños irreparables a futuras generaciones. Así, la sostenibilidad se entiende en nuestros días como un ejercicio cuidadoso de construcción creciente de bienestar colectivo, de reconocimiento de la diversidad cultural y de respeto a nuestros descendientes.

Sin embargo, convertir la idea de sostenibilidad en lineamientos prácticos y concretos para los asuntos humanos es una tarea muy compleja. Y lo es todavía hoy, cuarenta años después de que se acuñó el concepto, cuando ha corrido mucha agua bajo el puente de las políticas ambientales. Existir en nuestro planeta conlleva riesgos; todos estamos atados inexorablemente al cambio ambiental, espontáneo o inducido, y ese cambio que hemos acumulado por generaciones, y que se ha intensificado por cuenta de la demografía humana, ha dado lugar a una paradoja central de la sostenibilidad: ¿nos adaptamos a un mundo transformado? ¿O adaptamos el mundo a nosotros?

Esta condición de la historia nos ha obligado a adoptar parámetros de evaluación y comprensión de la incertidumbre a la que está ligada nuestra existencia. Textos clásicos como el resonado informe del Club de Roma (“Los límites del crecimiento”, MIT, 1972), y sus subsecuentes versiones ajustadas, insisten en la necesidad de entender los límites empíricos de la funcionalidad ecológica del planeta, uno de los cuales es la pregunta por la viabilidad de la existencia humana, en relación tanto con las condiciones mínimas de supervivencia, como con el sentido pleno de la existencia. Este abordaje de la paradoja de la sostenibilidad es necesario, pues vivimos en un mundo cada vez más complejo y no hay un planeta B al que podamos mudarnos.

Ese enfoque empírico, sin embargo, ha mostrado que tiene límites. Las sociedades humanas son cada vez más capaces de elegir entre diferentes trayectorias de intervención y cambio ambiental, y esto significa que la construcción de sostenibilidad está claramente bajo la influencia del ejercicio del poder en una sociedad (al fin y al cabo, se trata de regular el problema distributivo de sus efectos). En un planeta asimétricamente poblado, marcado por colonialismos y guerras, pero también por alianzas y sinergias, la provisión de agua, comida y servicios de salud, la garantía de educación y participación, entre otras cosas, produce huellas ecológicas muy distintas y supone niveles de intervención en el territorio con impactos muy variables, que parcialmente se equilibran con los efectos del comercio y las políticas de Estado.

Todo esto me hace pensar que necesitamos un enfoque alternativo que nos permita referirnos a la sostenibilidad de los modos de vida y de los territorios como una estrategia de discusión. Es grande el riesgo de que, al hablar de sostenibilidad, quedemos atrapados en un discurso llamativo pero muy abstracto, y de que lo que se diga tenga pocos efectos en las decisiones concretas y urgentes que tenemos que tomar: la sostenibilidad, no lo olvidemos, es una característica del funcionamiento de redes complejas, de la interacción de decenas de componentes de la sociedad.

Para comprender mejor este abordaje tomemos, por ejemplo, nuestra relación con nuestros mares y la vida que contienen. La economía y el abastecimiento de muchos países del mundo dependen hoy de pesquerías oceánicas, cuya persistencia en el tiempo se encuentra en entredicho debido a la contaminación de los mares, a la acidificación de sus aguas (que modifica el metabolismo del calcio, es decir, de todos los organismos que producen conchas) y a la propia sobreexplotación de las poblaciones de peces. La pesca, pues, es un caso de insostenibilidad de una actividad central para el bienestar humano. Algunas sociedades, sin embargo, han logrado regular el esfuerzo de sus flotas a partir de la combinación de ciencia y política, con lo que han demostrado que es posible construir pesquerías más sostenibles. Pero la limpieza de los océanos no es tarea de una sola nación y requiere una acción colectiva ampliada, y permanece –quizá por eso– un asunto irresuelto.

Esto puede extenderse a otros temas: a la construcción de nueva infraestructura y hábitats humanos, o a la agricultura mundial afectada por la destrucción de los servicios que prestan los ecosistemas silvestres a la producción. La fertilidad, la polinización, el equilibrio de poblaciones de virus, hongos, invertebrados e insectos –nuestros principales competidores y aliados en el mantenimiento de ecosistemas saludables y persistentes a largo plazo– requieren más y mejor gobierno para persistir en un futuro climáticamente caótico.

hombre planta

Otro factor que incide en las posibilidades de bienestar de las generaciones futuras, y que muestra con claridad la naturaleza del desafío que enfrentamos, es la acumulación de desechos: ¿seguiremos construyendo un planeta basura y un océano plastificado letal? ¿Nos seguiremos refugiando, indolentes, en ciudades altamente eficaces como islas ecosistémicas hasta que las fuentes energéticas que las sostienen colapsen? ¿Convenceremos a nuestros nietos y nietas de que el agotamiento de las materias primas y las transformaciones de la calidad del aire, el agua, el suelo y de biota son nuevos desafíos adaptativos que estamos activando para su ingenio? ¿Mantendremos vivo un discurso cínico de pomoción de placeres en el presente mientras que dejamos de ver los efectos que esto implica para los placeres en el futuro? Claramente se trata del viejo dilema epicúreo.

Esta introducción surge de mi preocupación por los debates contemporáneos en torno al futuro de la humanidad y las demás especies en un planeta rápidamente cambiante, y me permite presentar a continuación algunas ideas maduradas durante los últimos años para postular seis desafíos para la construcción de la sostenibilidad.

I. CONSTRUYAMOS ACUERDOS
SOCIALES INNOVADORES

Hoy por hoy, llevar a la práctica la sostenibilidad requiere acuerdos sociales y acción colectiva. Para una institución que quiere evolucionar hacia la sostenibilidad esto significa que debe ser capaz de ajustar permanentemente su conversación con diferentes actores y con las dinámicas espontáneas del mundo. Aquí se vuelve fundamental la capacidad de crear conexiones entre escalas –por ejemplo, de aplicar el concepto de glocalidad de la Agenda 21–, pues los efectos del manejo ambiental a escala individual son muy limitados y solo contribuyen a la sostenibilidad cuando se integran a contextos masivos que emergen o se establecen a partir de la cooperación.

Hoy existen propuestas de autarquías o modos de producción pretendidamente autosuficientes –desde las “granjas integrales” hasta los países o comunidades bloqueadas o en aislamiento voluntario, legal o ilegal, como en el caso de los enclaves de minería ilegal o cultivos de coca–, pero estas son un obstáculo muy delicado, pues así aparenten tener una funcionalidad compleja tienden a convertirse en sistemas antagónicos, altamente ineficientes. El greenwashing empresarial, basado en la propaganda, también es letal: usa la sostenibilidad como bandera, pero la desarrolla solo en el marco de intereses propios (y distintos) o como componente de un discurso políticamente correcto; o la incorpora en el denominado populismo ambientalista, que suele replicar una retórica electorera para atraer a juventudes genuinamente preocupadas por el futuro, que desean liderazgos significativos.

Estoy convencida de que necesitamos construir acuerdos sociales innovadores, sean estos privados, públicos o –de preferencia– mixtos. No hay una empresa sostenible que no tenga un gremio que la respalde e incentive; no hay una comunidad sostenible que no tenga una administración territorial que le dé contexto; no hay un hogar sostenible que no tenga un buen vecindario. Esto, a su vez, implica fortalecer una cultura de la legalidad y la construcción de formalidad para el cumplimiento de los acuerdos sociales.

II. ADOPTEMOS MODOS DE VIDA ECOLÓGICAMENTE SENSIBLES

La sostenibilidad surge de la complejidad material del mundo y de sus ventajas –la disponibilidad y la disposición de agua, minerales y biodiversidad–, aunque no dependa de ellas. Los modos de vida en una selva ecuatorial no son sostenibles a priori, ni son necesariamente más sostenibles que los de un arrecife coralino o un estuario. Pero la cultura y las condiciones de sentido de lo humano sí están asociadas con un mundo físico y biológico, diverso e inspirador, y mantener o incrementar su complejidad y su multiplicidad de formas de operar en el planeta es un requisito fundamental de la existencia. Al destruir o sustituir los procesos ecológicos que dieron lugar a la aparición y proliferación de lo humano estamos desatando experimentos, lo cual nos obliga a contar con ciencias que pongan en contexto las transformaciones del territorio y las tecnologías involucradas: el cambio climático y sus lecciones están a la mano. Por todo esto hoy se habla de perspectivas de sostenibilidad basadas en la biomímesis: en soluciones basadas en la naturaleza o en diversas escuelas de pensamiento agroecológico como la permacultura.

En la práctica, esto significa que debemos construir sistemas productivos y alimentarios basados en la comprensión y la proyección de los efectos que estos tienen en el funcionamiento de los ecosistemas, pero considerando –para garantizar nuestra supervivencia– las transformaciones que la actividad humana produce. Los discursos simplistas y los estereotipos que hay sobre las formas de cultivar –“los monocultivos son malos”, “los eucaliptos secan la tierra”, “hay que ser vegetarianos”– o procesar materias primas –“no consumamos ‘químicos’”, “volvamos a lo ‘natural’”– resultan extremadamente ingenuos, casi perversos, y tienden a convertirse en mantras ideológicos aptos para desatar conflictos en vez de estimular la innovación.

mujer reciclando

III. APLICAR LAS CAPACIDADES DEL COMERCIO Y LOS INTERCAMBIOS PARA EQUILIBRAR HUELLAS ECOSISTÉMICAS

Si nuestra meta como humanos es el bienestar colectivo, no podemos basar su búsqueda en la homogeneización de un régimen de derechos o modos de vida en aislamiento. Necesitamos, más bien, principios en continuo movimiento, a veces efímeros o tenues, a veces suficientemente perdurables o disruptivos, para proveer de inspiración a una gran civilización.

Propongo, entonces, mirar a nuestro planeta como un conjunto de células con un metabolismo dinámico. Allí, por ejemplo, los intercambios comerciales o de otro tipo –las ayudas humanitarias, los subsidios solidarios, los trueques– son vasos comunicantes entre sistemas sociales y ecológicos, que funcionan como membranas permeables. En ese metabolismo es posible transferir capacidades ecológicas, pero también capacidades tecnológicas y de acceso al conocimiento bajo múltiples modalidades, y ahí la equidad no consiste en la distribución plana de los recursos, sino en el ejercicio del cambio ambiental sin perjuicio de los derechos de nadie al bienestar, entendido como el resultado de una discusión histórica y cultural, no como la imposición de dogmas o tradiciones.

En esta lógica, los intercambios de materia, información o energía pueden servir para mantener vivas opciones de transformación adaptativa –y, por ello, la normatividad que las regula requiere ajustes permanentes para no asfixiar procesos emergentes–. Así mismo, se hace posible entender que la sostenibilidad puede beneficiarse de los gradientes y las asimetrías del mundo, las mismas que crearon la heterogeneidad de condiciones ambientales, base de la diversidad y la evolución; entender, por ejemplo, que las migraciones humanas son favorables para la sostenibilidad, al igual que los regímenes de prevención, mitigación y compensación de los efectos de las transformaciones ambientales dentro de umbrales de cambio inestables –regímenes en que el monitoreo y gestión del conocimiento han probado ser el instrumento más importante de la normatividad ambiental, desbancando a las interpretaciones ancladas en un estado de acontecimientos ya inexistente–.

Todo esto significa que hay que ajustar los procesos a la complejidad ecosistémica, vista como un mecanismo de construcción de redes y no de linealidades circulares. La circularidad de las economías puede servir como una metáfora para comprender este enfoque alternativo. Miremos también la ecología industrial, que reconoce y ajusta múltiples procesos productivos a modelos altamente sinérgicos, en los que no existe la noción de residuos; o demos un vistazo a la noción de biocapacidad, que permite establecer el potencial de un territorio para aportar o recibir servicios ecosistémicos o contribuciones de la naturaleza a su bienestar de maneras muy variadas, abriendo espacio para la constitución de modelos que permitan transar, dentro o fuera del mercado, los rendimientos de una funcionalidad ecológica cuidadosamente gestionada.

En la práctica, este desafío exige fortalecer la trazabilidad de todos los procesos de transformación ecológica, permitir el flujo libre de la información sobre sus efectos conocidos o potenciales y consolidar redes de comercio o intercambio transparentes y éticas, que vayan desde el etiquetado de productos hasta las asociaciones entre consumidores y productores que desdibujan las fronteras entre ellos, incluidos los Tratados de Libre Comercio.

IV. RESIGNIFIQUEMOS LA EDUCACIÓN AMBIENTAL, EL CONOCIMIENTO SITUADO Y LA CONECTIVIDAD CUERPO-PLANETA

La sostenibilidad puede ser un invento propagandístico utilizado para aliviar la conciencia y disminuir el impacto público de las injusticias sociales asociadas con la exportación irresponsable o corrupta de impactos ambientales. Sin embargo, también puede ser un ejercicio de reubicación, y renovación, de los vínculos individuales en redes que tengan más bien un sentido colectivo. Miremos, por ejemplo, el discurso de las autonomías: promueve actitudes defensivas, no abarca la complejidad de las dinámicas del mundo –que requieren acción y conocimiento global–, acaba jerarquizando los sistemas sociales y territoriales, y a menudo rompe las posibilidades de encontrar sinergias innovadoras. Resulta comprensible la necesidad de reemplazarlo por un discurso de vocación colectiva y de intercambio. Por ejemplo, las lecciones que han dejado las experiencias extremas del neuroticismo urbano –la obesidad, la drogadicción, el imperio de las mascotas humanizadas– se contraponen a experiencias ecoterritorializadas más complejas de la psicología ambiental, a los ecofeminismos y a la ecología queer, más enfocados en una ética del cuidado, basada en la acción colectiva, no en el aislamiento. Mal se haría en querer imponer el saber de la ciudad, por más buenas intenciones que haya.

Por otra parte, en las aulas la experiencia de la sostenibilidad tiende a reducirse a la reiteración de prácticas predicadas desde la generalidad de los currículos oficiales, que no inciden en la construcción de territorios diferenciados y en movimiento. De nuevo, no es lo mismo reciclar o pensar en la innovación en contextos ecológicos selváticos que en contextos urbanos o marinocosteros. Para un país megadiverso como Colombia es imperativo un proyecto capaz de reconocer estas cualidades y fundar sobre ellas modelos ecosociales diferenciados, mínimamente articulados para no constituir archipiélagos inviables o en conflicto.

Los derechos y las perspectivas de los pueblos originarios son una parte fundamental del reconocimiento de la diferencia y del conocimiento ancestral, y constituyen un ejemplo del potencial de la diversidad cultural que hay que promover para incorporar la diversidad del funcionamiento ecológico de los territorios en las agendas de innovación. De manera equivalente, todas las personas poseen una experiencia única neuroecológica, es decir, una mente y un cuerpo que crecen en condiciones ambientales específicas y requieren entrenamiento para convertirlas en fuente de creatividad y relacionamiento social desde lo local hasta lo global.

En la práctica, este desafío implica revisar los preceptos y métodos mediante los cuales se construyen interpretaciones ecológicas de la realidad desde la escuela; fortalecer las capacidades analíticas y críticas con que esas interpretaciones se posicionan en medio de la heterogeneidad de perspectivas y narrativas culturales a otras escalas; y renovar las perspectivas de reconocimiento de la diversidad de condiciones de vida de las personas, sus modelos de familia, las lógicas institucionales y las condiciones de existencia de las demás especies vivas del planeta.

pajaro

V. REDEFINAMOS EL LUGAR DE LA INNOVACIÓN TECNOLÓGICA Y SOCIAL,Y DE LA GESTIÓN DEL CONOCIMIENTO

La sostenibilidad puede estar asociada con el exceso, o las deficiencias, de la eficacia tecnológica con que se abordan las transformaciones ecológicas del mundo. Las quemas de petróleo y carbón trajeron a la humanidad energías acumuladas por millones de años y liberaron poderes y capacidades nunca antes vistos; a la vez, desataron graves conflictos planetarios y el caos climático en que viviremos los próximos siglos.

Para adaptarnos a estos cambios, los humanos hemos construido herramientas, simples o sofisticadas, y esta historia ha transformado nuestros cuerpos y nuestros modos de inserción social y en el ecosistema. Ha sido tan dramático ese cambio durante los escasos 50.000 años de construcción cultural –en especial a partir de la revolución industrial y la modernidad– que apenas hemos comenzado a desplegar nuestras cualidades (y defectos) mientras, a la vez, tomamos conciencia de los efectos que producimos en el planeta y de nuestras capacidades contemporáneas de rediseñarlo.

Por ese motivo, y sin por ello caer en el optimismo tecnológico de Elon Musk o la agenda de Silicon Valley, es indispensable reconocer el lugar de cada una de las revoluciones, y su potencial de transformación positiva, en la construcción de sostenibilidad. La robótica, internet y las posibilidades del mundo digital, así como los avances en biotecnologías y bioeconomías, deben formar parte del rescate del mundo; de la disminución de nuestros propios efectos deletéreos, y de la reflexión crítica respecto a su uso y aplicación, siendo esta última una de las prioridades, a la luz de un principio de precaución bien entendido y no paralizante.

Los debates contemporáneos sobre las minerías, la inteligencia artificial, el uso del big data y del blockchain, sobre la nube, la neurobiología aplicada, la prostética, las energías denominadas alternativas y muchos otros desarrollos son centrales en la consideración de los escenarios futuros potenciales para la humanidad. Las reacciones de distintos grupos sociales escépticos de las implicaciones de ciertos cambios marcarán los escenarios de la política y la gobernanza y sin duda darán lugar a una sana multiplicidad de modos de vida: no todo el mundo considera la colonización del espacio una opción interesante para sus descendientes, pero tampoco puede pretenderse que otros no la aborden como alternativa. La aparición de neoindigenismos, de movimientos urbanos y de prácticas y modos de ser inesperados demuestra el vigor de lo humano, pero también de inevitable ruptura y la necesidad de renegociación de los acuerdos sociales de convivencia.

Las innovaciones sociales son por ello tan fundamentales como el advenimiento de tecnologías “duras”: requerimos nuevas organizaciones y maneras de reinterpretar o resistirse a las formas más destructivas de la globalización posindustrial y a nuevas revoluciones que pretenden simplificar el mundo. Los usos y significados de las tecnologías que emergen cada día, en muchos casos en conflicto con otras propuestas, son la evidencia de que la sostenibilidad no es una agenda escrita ni completa, por el contrario, es un espacio de innovación apenas en construcción. La regulación del uso de las alternativas médicas, energéticas o digitales en el diseño de los ecosistemas del futuro debe ser un espacio de formación para los tomadores de decisiones, quienes ya acusan limitaciones importantes para interpretar lo que está sucediendo, a riesgo de no estar a la altura de los tiempos. La normatividad ambiental, por ejemplo, se debate entre perspectivas proteccionistas e inmovilizadoras, o la promoción de la creatividad para aportar soluciones a la insostenibilidad.

En la práctica, este desafío nos llama a insistir en la necesidad de inversiones significativas en ciencia y tecnología con enfoque ambiental, en gestión del conocimiento diverso –sistemas de información abiertos, mecanismos de monitoreo y fortalecimiento del conocimiento situado–, de educación para la innovación y la construcción de una cultura crítica que reconozca y disfrute la condición experimental de la existencia como fundamento del bienestar.

muchos pajaros

VI. ABRACEMOS EL FUNDAMENTO MATERIAL DE LA SOSTENIBILIDAD Y LA NECESIDAD DE FORTALECER LA JUSTICIA AMBIENTAL

La sostenibilidad no es una construcción abstracta ni un relato de la inocuidad de lo humano: es un proceso deliberado de constitución de modos de vida en continua experimentación, que se retroalimentan a partir de la evaluación de sus efectos en la funcionalidad ecológica a múltiples escalas de tiempo y espacio. Esa continua experimentación a la que estamos abocados estriba en la conciencia de la complejidad del mundo y la limitación de nuestras capacidades de planear y compensar devenires impredecibles, y debe ser acogida así en los debates sobre las trayectorias territoriales en contextos de cambio permanente.

Hay que discutir, por ejemplo, sobre lo que se ha dado en llamar extractivismos a la luz de la noción de ciclos biogeoquímicos y circularidad, no solamente del impacto local e inmediato de cada actividad. Hoy sabemos que existen principios ecosistémicos que permiten entender la evolución del planeta como un fruto de la discordancia (antónimo de armonía) y no como una visión estética que rechaza la materialidad de las transformaciones. Una transformación necesariamente conlleva una corporeidad que hay que asumir en múltiples escalas: desde la modificación deliberada de los sistemas inmunes para defendernos de los minúsculos virus, hasta la modificación de las formas geológicas del territorio para obtener minerales, desarrollar comunidades biológicas únicas y construir redes de satélites y capacidades de cómputo que monitorean la salud del planeta, pasando por la convivencia de millones de microorganismos en nuestras tripas o la reorganización de los paisajes rurales y su biodiversidad con criterios e interpretaciones ancestrales o modernas. En cualquier caso, el mundo posee una condición tan espontánea como programada, producto del ingenio y las capacidades humanas, a su vez derivada de la evolución natural. No hay marcha atrás.

Un asunto que es pertinente mencionar es el de disciplinas como la ecología del paisaje, que nos enseñan que cualquier proceso de cambio en un territorio requiere entender los modos y los tiempos de la destrucción, sus cualidades y su inserción en la creación de nuevas realidades. Veamos algunos casos: la muerte de las plantas y los animales con que nos alimentamos está cuestionada por las nociones de bienestar y derechos de los seres vivos a persistir, pero no puede ignorar la materialidad del hambre y la nutrición; el represamiento de los ríos está cuestionado por las limitaciones de su flujo, pero no puede ignorarse que somos parte del ciclo hidrológico e intervenimos en este solo por el hecho de existir; cierto desarrollo de prácticas agroindustriales nos invita a rechazar la petroquímica intoxicante, pero no podemos ser ciegos frente a la condición química de la existencia y la construcción de la infraestructura de las ciudades y la aplicación de tecnologías digitales exige una reflexión profunda sobre los modos de ser humanos, cada vez más diversa. La destrucción y continua reconstrucción del mundo constituyen el núcleo de la diversidad cultural y, con ella, de la fuerza de nuestras propuestas adaptativas.

Es imposible pensar en la sostenibilidad como la suspensión de los procesos de cambio, a menudo más imaginaria que sustentada en evidencias alimentada por percepciones extremadamente egoístas del bienestar y asociada con la implantación de una visión inadecuadamente personalizada de la existencia a favor de intereses particulares o de conveniencias de grupos de poder. Por esto, es indispensable promover y mantener un debate amplio sobre el sentido de la justicia ambiental y la austeridad como motores de tránsito hacia la sostenibilidad. Esto puede darse modificando patrones de consumo y usando recursos en contexto de los límites planetarios, pero entendiendo que no se puede pedir austeridad a quienes no comparten la prosperidad, así esta se pueda medir bajo múltiples estándares. Curiosamente, esta perspectiva, que podría denominarse comunitarista, implica un acercamiento entre escuelas de pensamiento tradicionalmente más radicales en sus consideraciones acerca del papel de lo individual en lo colectivo.

En la práctica, este desafío implica transformar las lógicas de planificación y las fuentes dogmáticas o cerradas de ordenamiento social; construir mecanismos de diálogo y concertación basados en evidencia; historizar las transformaciones y trayectorias de cambio ambiental, y construir escenarios participativos para la comparación y evolución de las perspectivas de desarrollo en conflicto, reconociendo la incertidumbre como el contexto dominante.

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CONCLUSIÓN

Nunca hay que confundir sostenibilidad con estabilidad. Las sociedades y los ecosistemas pueden atravesar fases más o menos turbulentas, y al tratarse de sistemas complejos en continua reorganización, nunca permanecen incólumes a lo largo de sus historias (de lo contrario, la existencia humana estaría reducida al determinismo biológico de las sociedades de insectos, una opción que obviamente atrae a algunos líderes del mundo...).

La sostenibilidad y su expresión en los modos de vida y en el territorio no son una cuestión adjetiva de lo humano, sino la expresión más robusta de su conciencia como parte de un mundo dinámico. Hablo de un mundo que evoluciona permanentemente bajo umbrales que apenas comenzamos a entender, pero que nos obligan a hacer una reflexión histórica sobre los efectos que ha tenido modificar los ecosistemas a favor de diferentes grupos de interés y sobre la consecuente distribución del deterioro ambiental. Los retos de la sostenibilidad, por tanto, son no solo tecnológicos, institucionales o simbólicos: constituyen la frontera de posibilidades de proyección de una humanidad ansiosa de persistir muchos siglos, cada vez más plena, consciente y gozosa de la existencia, pero habitante de un mundo cada vez más extraño.

No hay vida sin muerte, ni renovación sin destrucción. Este es el corolario de la sostenibilidad, uno que debemos instalar con mayor rigor en las bases culturales y éticas de la sociedad. Podemos transitar con levedad en el planeta, es cierto; muchas tradiciones espirituales nos lo enseñan, pero los requerimientos más simples de una humanidad que aún no estabiliza su población nos obligan a pensar y aceptar que el mundo ha venido siendo drásticamente intervenido al menos desde la domesticación del fuego y la aparición de las herramientas metálicas y la agricultura, todo lo cual suma unos 10.000 años de impacto ambiental acumulado.

Todos los días, nosotros resignificamos esas nociones de destrucción y creación. Lo hacemos con base en la conversación entre varios sistemas de conocimiento, sus valores y una perspectiva de justicia ambiental emergente a escala global. Pero no podemos ignorar las bases materiales de las que depende el funcionamiento de los ecosistemas modificados por la cultura: no hay discurso de la naturaleza que pueda responder por ello fuera de la experiencia humana, y eso nos hace éticamente responsables del diseño constante del mundo a partir de repensar nuestro lugar en él. La búsqueda de la sostenibilidad es, por tanto, el quehacer central de nuestra especie y la fuente de sentido ético contemporáneo. Lo es al menos para un animal que –vaya uno a saber por qué– desarrolló cierta consciencia y capacidad de prever el futuro, una cualidad verdaderamente maravillosa de la evolución orgánica de la Tierra.

Brigitte Baptiste

Bióloga, MA en Estudios Latinoamericanos, PhD (HC) en Gestión Ambiental. Rectora de la Universidad EAN