La necesidad de volver
a la ética

La necesidad de volver a la ética

La necesidad de volver a la ética

Seis escritores para tiempos inciertos

Por Alejandro Gaviria


Un proyecto de

  • Arcadia
  • Comfama

deslice

Camilo Jiménez Santofimio

Director de ARCADIA

Bogotá, enero de 2019

Introducción: Un lugar para pensar

Cuando conversé con el economista, escritor y exministro de Salud Alejandro Gaviria para proponerle escribir este ensayo, surgió una pregunta que inicialmente nos hizo dudar. Hablar de ética en la actualidad puede resultar algo semejante a dar un sermón: revestido de una –siempre impugnable– altura moral, un elegido asciende al púlpito y les da una lección a sus espectadores. Esto tiene dos problemas. Por un lado, ¿de dónde viene la legitimidad para que alguien, en la sociedad en que vivimos, se eleve y diga qué es ético? Y por el otro, ¿quién quiere hoy recibir un sermón?

Pensar en nuestro mundo –en nosotros mismos y en el otro– desde una visión ética, sin embargo, sigue siendo una tarea y un desafío. Y por ello, para no decaer frente a las preguntas iniciales, para estar a la altura de esta “época inquietante y contradictoria”, como escribe Gaviria, decidimos tomar el camino de la humildad intelectual y la autocrítica. Con su pluma y el apoyo de Comfama, nos montamos, entonces, sobre los hombros de gigantes.

Así nació este ensayo que, a la vez, es un catálogo de autores predilectos de Gaviria que podrían contribuir a abordar la propuesta que queremos hacer con esta revista: la necesidad de volver a la ética. De cierta forma, proceder así es bajarse del púlpito o, mejor aún, ignorarlo. Y si bien solo la literatura, como también escribe Gaviria, no podrá salvarnos, al menos nos ofrece un lugar para reabrir diálogos, para cultivar la conciencia sobre nosotros mismos, para cuidar al otro, para redescubrir nuestra humanidad.

Alejandro Gaviria

Es director del Centro de Desarrollo Sostenible de la Universidad de los Andes, economista y escritor (a ratos).

Vivimos en una época inquietante y contradictoria. De un lado está el avance silencioso y persistente de la humanidad: la disminución de la pobreza, el hambre, las guerras, la mortalidad infantil y las muertes por enfermedades transmisibles. De otro lado está el surgimiento de nuevos desafíos y problemas: el aumento de la desigualdad, el crecimiento del populismo autoritario, el despertar del nacionalismo, la pérdida de confianza en las instituciones democráticas y el cambio climático que se cierne, en este comienzo de siglo, como una amenaza para el futuro de la humanidad.

La literatura posiblemente no podrá salvarnos. Pero es uno de nuestros principales mecanismos de defensa, un refugio y una forma de resistencia. Como sugerencia o insinuación, como antídoto o consuelo, propongo la lectura de seis autores que, en conjunto, dan luces sobre los desafíos de la actualidad. Sean lo que sean, más allá de cualquier coyuntura o justificación, valen la pena.

La lista de autores es caprichosa, casi arbitraria. Nuestras lecturas son producto, en buena medida, del azar, de nuestros paseos aleatorios por algunas librerías y por la vida. Un autor lleva a otro. Una lectura sugiere la siguiente. Y así vamos construyendo un acervo irrepetible, nuestro patrimonio como lectores. Podría decir que los autores escogidos son primordiales o imprescindibles, pero estaría exagerando. Son tan solo una muestra no representativa de mi biblioteca.

En retrospectiva, en un ejercicio de racionalización tardío, podría advertir un hilo conductor, un elemento común. Todos han sido testigos del totalitarismo. Todos lo han sufrido en carne propia. Todos saben del odio, de las locuras colectivas y del papel destructor de la política. Todos, de manera clara, con una elocuencia esencial, nos recuerdan que la humanidad, cada cierto tiempo, suele entrar en épocas de locura.

Desde un punto de vista ético, los autores compartidos nos llaman la atención sobre la primacía de la libertad, nos advierten sobre las trampas del lenguaje, sobre nuestra servidumbre voluntaria y sobre una jerarquía esencial, primero están las personas y después las ideas. Yo soy un escéptico. Dudo sobre la posibilidad de aleccionar a los hombres. Pero creo, al mismo tiempo, en el poder de las palabras, en su mensaje primordial.

Éticamente (vuelvo con la palabra) los autores comparten otra característica: la propensión a enfrentar hechos incómodos, el abandono de las ideologías por reflejo, el apego a la verdad. Son ambiguos ideológicamente, difíciles de encasillar, de ponerles cualquier camiseta. No son gente de partido. O redactores de proclamas. O escribientes del poder. Su compromiso era otro, la defensa de la libertad y la dignidad humana.

George Orwell y la corrupción del lenguaje

George Orwell fue el escritor más influyente del siglo XX. Se opuso con igual vehemencia al nazismo, al comunismo y al imperialismo. Denunció los genocidios, la sinrazón y la inmoralidad sin importar el color político, el prestigio intelectual o las intenciones de los victimarios.

En 1946, publicó un breve ensayo, La política y el lenguaje inglés, que señaló un hecho esencial, una realidad casi antropológica: la manipulación del lenguaje por quienes detentan el poder. La crisis política del mundo actual, con su falsificación de la realidad, multiplicación de la mentira y polarización oportunista, podría caracterizarse como orwelliana. Orwell puso el dedo en una llaga que parece no sanar nunca.

Planteó un círculo vicioso: el poder corrupto devalúa al lenguaje y el lenguaje devaluado exacerba la corrupción inicial. “El efecto puede convertirse en causa, lo que refuerza la causa original y produce el mismo efecto en forma intensificada”. En últimas, la vaguedad del lenguaje favorece la corrupción, tranquiliza las conciencias y confunde a la gente. La forma se convierte en fondo. El lenguaje devaluado es al mismo tiempo el síntoma de la corrupción imperante y la enfermedad misma.

Orwell señala, por ejemplo, que muchas palabras han perdido su significado original. La palabra “democrático” ya no significa nada, ha sido usada para justificar innumerables desafueros y abusos de poder e incluso el totalitarismo. La palabra “igualdad” se usa para justificar lo contrario, para darles una apariencia de desprendimiento a los privilegios de unos pocos. Lo mismo ocurre con muchas expresiones corrientes: “progresismo”, “liberalismo”, “decencia”, “justicia”, etc. Orwellianamente se usan para justificar cualquier cosa.

En la política colombiana, los ejemplos abundan. El asesinato de jóvenes inocentes con el propósito explícito de multiplicar las bajas enemigas en una guerra interna sin límites, degradada al extremo, recibió el nombre aséptico de “falsos positivos”. Entre 1998 y 2003, más de quince mil personas fueron secuestradas en Colombia. Los secuestros, convertidos en una industria macabra, justificados con cinismo por sus perpetradores, comenzaron a ser llamados “retenciones”. El lenguaje político, escribió Orwell, está diseñado para que las mentiras suenen veraces y los crímenes parezcan respetables. La historia de Colombia lo confirma.

La necesidad de volver a la ética

“Orwell planteó un círculo vicioso: el poder corrupto devalúa al lenguaje y el lenguaje devaluado exacerba la corrupción inicial. ‘El efecto puede convertirse en causa, lo que refuerza la causa original y produce el mismo efecto en forma intensificada’”

Milan Kundera y el fin de la tragedia

“Liberar los grandes conflictos humanos de la ingenua interpretación de la lucha entre el bien y el mal, entenderlos bajo la luz de la tragedia, fue una inmensa hazaña del espíritu; puso en evidencia la fatal relatividad de las verdades humanas; hizo sentir la necesidad de hacer justicia al enemigo. Pero el maniqueísmo moral es invencible […] Las guerras, las guerras civiles, las revoluciones, las contrarrevoluciones, las luchas nacionales, las rebeliones y su represión fueron barridas del territorio de lo trágico y expedidas a la autoridad de jueces ávidos de castigo”, escribió Milan Kundera hace ya varias décadas.

Cada vez que, en algún lugar del mundo, ocurre una avalancha, un alud de tierra o una inundación, el “fin de la tragedia” se hace evidente. En medio de la angustia colectiva y el melodrama, nuestros analistas dan rienda suelta a su compulsión moralizante. Niegan la tragedia. Buscan culpables. Encuentran villanos y encomian unos cuantos héroes incomprendidos que, en su opinión, predican en vano en medio del diluvio. Algunos se asemejan (retóricamente, digamos) a los sacerdotes de los tiempos de la Colonia, quienes, ante un terremoto o una epidemia, señalaban las consecuencias calamitosas de los extravíos pecaminosos de la sociedad.

El debate necesario sobre las políticas ambientales se plantea, entonces, como una lucha entre el bien y el mal. Nadie menciona los costos de reubicar decenas de miles de personas. Ni el complejo balance entre desarrollo y medioambiente. Todo se convierte en una fábula. El narcisismo moral, sobra decirlo, florece en medio de la negación de la tragedia.

El fin de la tragedia es también aparente en nuestros debates políticos y en las demandas y exigencias ciudadanas. Creemos ingenuamente que todos los problemas fiscales del Estado se reducen a la existencia de la corrupción. No aceptamos la idea trágica de la escasez. Reducimos los dilemas distributivos a una lucha entre los buenos y los malos. Negamos los choques o conflictos de valores. Tendemos por lo tanto al reduccionismo, a las fábulas moralizantes. Basta mirar los noticieros o revisar las sentencias de los jueces para comprobar la extensión del fin de la tragedia.

La corrupción, olvidan algunos, es, en muchos casos, no una causa, sino una consecuencia de problemas más complejos del Estado, de la falta de capacidades, la ausencia de proyectos y la misma reticencia de personas honestas y conocedoras a hacer parte del sector público. Quienes critican frívolamente a los políticos y sostienen que “todo es corrupción” exacerban el problema. Al fin y al cabo, muchos deciden no tener que enfrentar a esos jueces ávidos de castigo y figuración que pululan en el periodismo y los organismos de control.

La resignación inteligente, razonada, no hace parte del espíritu de los tiempos. Pero eso no la hace menos válida. Recuperar el sentido de la tragedia en la política es urgente, casi imprescindible. Un antídoto contra la demagogia, el populismo y la falsa indignación.

La necesidad de volver a la ética

“Liberar los grandes conflictos humanos de la ingenua interpretación de la lucha entre el bien y el mal, entenderlos bajo la luz de la tragedia, fue una inmensa hazaña del espíritu; puso en evidencia la fatal relatividad de las verdades humanas. Pero el maniqueísmo moral es invencible”

Milan Kundera

Joseph Brodsky y los libros

Joseph Brodsky fue un poeta ruso doblemente exiliado, de su patria y su profesión. En 1972, dejó su natal San Petersburgo y se radicó en Estados Unidos. Allí se transformó en ensayista. En 1987, ganó el Premio Nobel de Literatura, por los poemas rusos y los ensayos anglosajones.

Muchos de los ensayos de Brodsky dan vueltas sobre la misma idea, sobre el papel crucial de la literatura, la importancia de los libros y la necesidad (existencial) de su masificación. En su opinión, las grandes obras de la literatura deberían reproducirse masivamente; copar, en ediciones económicas, los lugares públicos: las mesas de noche de los hoteles, las salas de espera (hoy tomadas por las noticias de televisión), el transporte público, etc. Las bibliotecas rurales deberían multiplicarse (como ha ocurrido en Colombia). Los libros deberían alcanzar cierta ubicuidad subsidiada. Tarde o temprano, la oferta de literatura (esto es, de humanidad) termina creando su propia demanda.

Brodsky llamaba, en particular, a imprimir miles y miles de libros de poesía. La poesía convertida en una epidemia deliberada. “Los libros encontrarán sus lectores. Y si no lo hacen, bueno, deberíamos dejar que se desintegren, que se desvanezcan. Siempre va a haber un niño, en todo caso, que los recoja de la pila de la basura. Yo fui uno de esos niños, por lo que vale, posiblemente. Ustedes, lectores, también lo fueron”.

“En la historia de nuestra especie, la historia del ‘sapiens’, el libro es un fenómeno antropológico, igual en el fondo al fenómeno del invento de la rueda”, escribió. El libro es un medio de transporte que nos ofrece, además, un escape providencial, un escape en la dirección de la autonomía, la particularidad; un escape que nos muestra una vista distinta, privilegiada del mundo.

En su discurso de aceptación del Premio Nobel, Brodsky plantea una hipótesis interesante, basada no en la evidencia o en un análisis empírico, sino en una convicción íntima, casi vital, a saber: la literatura, los grandes libros, pueden salvarnos o al menos domesticarnos un poco, aplacar nuestros instintos más destructores.

“Diré solamente que supongo, desgraciadamente no por experiencia sino solo teóricamente, que para una persona que ha leído mucho de Dickens disparar contra su semejante, en nombre de cualquier idea, sería más difícil que para una persona que no ha leído a Dickens. Y hablo justamente de la lectura de Dickens, Stendhal, Balzac, Melville, etc. Es decir, de la literatura y no de la alfabetización, no de la educación. Una persona alfabetizada, educada, puede sin mayor problema, después de haber leído uno u otro tratado político, matar a un semejante e incluso sentir con eso el éxtasis de convicción. Lenin fue una persona educada, Stalin fue una persona educada, Hitler también; Mao Tse Tung hasta escribía poemas”.

Brodsky creía también que los libros (bien leídos) son una forma de educación fundamental para el ejercicio del poder, que la literatura puede ser un seguro moral, que los grandes autores, bien leídos, insisto, nos protegen contra la arrogancia, contra las ideas peligrosas de los ingenieros de almas, de aquellos que creen haber encontrado una solución definitiva a los problemas de la humanidad.

“No estoy llamando a sustituir el Estado por la biblioteca, aunque esta idea se me ha ocurrido varias veces; pero no tengo duda de que si hubiéramos elegido a nuestras autoridades basándonos en su experiencia de lectores y no en sus programas políticos, en la tierra habría menos dolor […]. Por la simple razón de que el pan de cada día de la literatura es justamente la diversidad y disformidad humana, ella, la literatura, resulta ser un antídoto eficaz contra cualquier intento ya conocido o futuro de un enfoque uniforme y masivo en la resolución de los problemas de la existencia humana. Por lo menos, como un sistema de seguro moral, ella es mucho más eficaz que uno u otro sistema de creencias o doctrina filosófica”.

Probablemente las ideas de Brodsky no tengan mucho soporte empírico. Pero teóricamente siguen siendo atractivas y necesarias en un mundo donde el mercado y la política han democratizado la banalidad.

La necesidad de volver a la ética

“No estoy llamando a sustituir el Estado por la biblioteca, aunque esta idea se me ha ocurrido varias veces; pero no tengo duda de que si hubiéramos elegido a nuestras autoridades basándonos en su experiencia de lectores y no en sus programas políticos, en la tierra habría menos dolor”

Joseph Brodsky

Wisława Szymborska y la compasión

Creció en medio de las promesas de felicidad absoluta, en medio de los grandes planes de la ingeniería social, en la Polonia de la posguerra. De allí tal vez el énfasis de su poesía, su desilusión resignada, sin resentimientos, sin grandes odios: “La esperanza ya no es, por desgracia, esa muchacha joven… Dios iba al fin a creer en un hombre bueno y fuerte, pero el bueno y fuerte siguen siendo dos hombres diferentes”.

La leí por primera vez hace veinte años como una revelación. Vivía en otro mundo, en el mundo de la especialización académica; un mundo que renuncia, como un asunto de principios, como una cuestión metodológica, a las reflexiones más generales, más panorámicas. Subrayé algunos de sus poemas. Memoricé otros. Como una protesta velada, personal, mi tesis doctoral comienza con un epígrafe construido con un fragmento de uno de sus poemas. Szymborska es una poeta para todas las horas. Y para todos los tiempos.

Con el tiempo, con las lecturas reiteradas de sus poemas, me ha quedado una forma de entender el mundo, de aprehender la realidad, una forma particular de resistencia que, sin renunciar a los deseos de justicia, se muestra benevolente con el hombre, con el destino humano.

Qué moraleja sale de todo esto: ninguna aparentemente.
Solo brota la sangre secándose muy rápido,
y como siempre algunos ríos, y algunas nubes.

En estos desfiladeros trágicos,
el viento arranca los sombreros de nuestras cabezas,
Y es inevitable,
no podemos contener la risa.

Lejos estaba de imaginar que, pocos años después de su muerte, la humanidad iba a construir una tecnología (parece todavía un asunto de ciencia ficción) que permitiría a cualquier persona, desde cualquier parte, sin introducciones, sin una exposición de motivos, insultar a otra, expresar un odio básico esencial en 140 o 280 caracteres. Pero sabía, en todo caso, que el odio no pasa de moda, simplemente sofistica sus medios. Somos un animal extraño.

Miren qué buena condición sigue teniendo,
qué bien se conserva
en nuestro siglo el odio.
Con qué ligereza vence los grandes obstáculos.
Qué fácil para él, saltar, atrapar.

No es como otros sentimientos.
Es al mismo tiempo más viejo y más joven.
Él mismo crea las causas que lo despiertan a la vida.
Si duerme, no es nunca un sueño eterno.
El insomnio no le quita fuerza, se la da.

Más allá de la política, después de todo, Wislawa Szymborska sabía que nos une una realidad antropológica inevitable, un asunto esencial, una verdad sin discusión, eterna.

La vida, por larga que sea, siempre será muy corta.

Demasiado corta para añadir algo.

La necesidad de volver a la ética

“Qué moraleja sale de todo esto: ninguna aparentemente.
Solo brota la sangre secándose muy rápido,
y como siempre algunos ríos, y algunas nubes”

Wisława Szymborska

Mario Vargas Llosa y la civilización del espectáculo

En el mundo actual la realidad ha venido perdiendo terreno. La complejidad del mundo no tiene cabida en los medios masivos de comunicación. Los matices, mucho menos. La indignación y el entretenimiento parecen ser la fórmula de las noticias de televisión (y de sus ecos en las redes sociales). Las noticias en televisión son una de las manifestaciones más evidentes de la civilización del espectáculo.

Los noticieros se han convertido en versiones audiovisuales de los tabloides. Los noticieros, en palabras de Mario Vargas Llosa, legitiman “lo que antes se refugiaba en un periodismo marginal y casi clandestino: el escándalo, la infidencia, el chisme, la violación de la privacidad, cuando no –en los casos peores– el libelo, la calumnia y el infundio”. Todo parece construido para saciar nuestra curiosidad perversa, nuestro apetito de escándalos. Esa carga de negatividad nos va convirtiendo en “espectadores sin memoria”. El escándalo de hoy reemplaza al de ayer. Los noticieros prometen la novedad, pero entregan la rutina.

El formato es siempre el mismo. La música apocalíptica de la apertura presagia que algo extraordinario ha ocurrido. Pero la verdad es otra, casi nunca pasa nada. Las noticias son las mismas día tras día, un inventario de la miseria humana: asesinatos, violaciones, robos, actos de corrupción, etc.  Poco a poco, los noticieros van entorpeciendo nuestro entendimiento del mundo. Las noticias se ocupan del estruendo, el escándalo y la tragedia individual. Pero el cambio social es gradual, parsimonioso, acumulativo y, por lo tanto, invisible. No suscita titulares. No genera emociones. No vende.

Los noticieros no solo invisibilizan el cambio social. Generan también otra idea equivocada: una sobrevaloración de la política, de las leyes y de los pronunciamientos de congresistas, jefes de organismos de control, presidentes y ministros. Las leyes no cambian el mundo. Algunas veces son más una forma de evasión que un instrumento para la solución de los problemas. La política se caracteriza por la máxima grandilocuencia y la mínima eficacia. Los noticieros amplifican la farsa. De eso se trata la civilización del espectáculo.

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“Los noticieros legitiman lo que antes se refugiaba en un periodismo marginal y casi clandestino: el escándalo, la infidencia, el chisme, la violación de la privacidad, cuando no –en los casos peores– el libelo, la calumnia y el infundio”

Mario Vargas Llosa

Hans Magnus Enzensberger y la gente

El poeta y ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger conoció de cerca los proyectos revolucionarios de los años sesenta. Vivió en Cuba. Merodeó por la Unión Soviética. Habló con los revolucionarios en sus momentos de fervor y disciplina. Fue siempre un testigo escéptico. Si acaso un protagonista indiferente. “Mis dificultades con las religiones y los sistemas ideológicos estriban en que nunca puedo creer del todo que realmente van en serio”, escribió recientemente, con la distancia de los años y el desencanto ya convertido en nostalgia. “De un paraíso se debe exigir que uno pueda abandonarlo cuando se ha hartado de él. Eso también es válido para los paraísos políticos de la índole que auguraba el comunismo”. La gente, sugiere, siempre termina por arruinar las cosas, por dañar los planes de los políticos.

En fin, Enzensberger nos recuerda con ironía que primero está la gente, que las personas son más importantes que las ideas y que, como escribió alguna vez la escritora inglesa Zadie Smith, ninguna idea en este planeta, ninguna, justifica matar a alguien.

Escribe Enzensberger:

Sencillamente magníficos
todos esos grandes planes:
la Edad Dorada,
el Reino de Dios en la Tierra,
la muerte del Estado.
Evidencia manifiesta.
¡Si no estuviera la gente!
Siempre en todas partes estorba la gente.
Todo lo embrolla.

Cuando se trata de liberar a la humanidad
va a la peluquería.
En vez de seguir entusiasmada la vanguardia
dice: ahora estaría bien una cerveza.
En vez de luchar por la causa justa
lidia con las várices y el sarampión.
En el momento decisivo
busca una cama o un buzón.
Poco antes de nacer el milenio
pone a hervir pañales.

Todo fracasa por la gente.
No sirve para grandes hazañas.
Un saco de pulgas no es nada en comparación.

¡Vacilación pequeñoburguesa!

¡Idiotas del consumo!

La necesidad de volver a la ética

“Mis dificultades con las religiones y los sistemas ideológicos estriban en que nunca puedo creer del todo que realmente van en serio”

Hans Magnus Enzensberger

Alejandro Gaviria

Es director del Centro de Desarrollo Sostenible de la Universidad de los Andes, economista y escritor (a ratos).