Un ensayo de Yolanda Reyes
deslice
Prólogo
FRANCISCO DE ROUX
Presidente de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la No Repetición Bogotá, 12 de noviembre de 2019
El impacto de la violencia en las niñas y los niños produce pérdida de identidad, sufrimiento, miedos y perplejidades que en no pocos casos son rupturas insoportables e incurables.
He visto cómo se oscurece la propia identidad en la niña que a los diez años pierde al papá adorado, asesinado por miembros de la Fuerza Pública. Ella y sus tres hermanitas, golpeadas por el pánico e invadidas por el dolor de noches insoportables, toman cada una su camino y se alejan de un país que, en sus emociones infantiles, es violento e injusto. Tres décadas después, separadas por la distancia física y el silencio, ellas y la madre viuda ya han perdido los sueños y el recuerdo de cuando iban de la mano con papá, acariciando un futuro feliz que anhelaron y que desapareció para siempre después de que éste salió vivo del Palacio de Justicia, pero fue tomado preso, torturado y asesinado. ¿Cómo recuperar la identidad, de cada una y de la familia, cuando la violencia política ha arrasado con la vida y las razones de vivir?
He visto el sufrimiento del niño ciego por las minas antipersonal que la guerrilla y los paramilitares dejaron al borde del camino de la escuela; y al joven sin pierna que pisa una mina en el establo donde se ordeñan las dos vacas de la familia. Los he oído contar, al borde del río donde nunca más podrán volver a nadar y pescar, mientras sienten la corriente que ya no ven y solo atienden a las historias de cuando jugaban fútbol con los compañeros de la vereda y hacían rompecabezas que armaban paisajes de colores.
He visto un día, en la Cordillera de San Lucas, arriba del pueblo de Regidor, la fila de pequeños que toman el camino de la montaña detrás de un guerrillero del eln, que les da órdenes mientras que otro, por detrás, los empuja para que ninguno se salga del cortejo. Y no puedo responderme si esos niños van porque quieren o porque huyen de hogares agresivos o de ollas vacías. Son niños llevados “voluntariamente” a la guerra, que marchan para entregar su juventud a la sin salida de la guerra. Una joven vinculada a los doce años a las Farc reclamó en La Habana: “Ustedes me quitaron la niñez y cargaron mi adolescencia de odios”. Y un adolescente que se hizo “soldado campesino” hoy en la cárcel nos dice: “Entré a ser parte del Estado, y el Estado me enseñó a matar”.
He acompañado a lo largo de los años a la niña, hoy estudiante de Derecho, que estaba en el vientre de su madre cuando el Bloque Central Bolívar de las autodefensas se llevó a su padre –un líder campesino–, lo fusiló y lo aventó a un río. He tenido que responder a la joven cientos de preguntas sobre su papá y conozco la fragilidad de la existencia sin piso de quien un mes ante de salir a la luz recibió el dolor de la madre brutalmente privada del amor.
He caminado las calles de San Alberto, en el sur del Cesar, al lado de mujeres valientes que encontraron a Cecilia, la maestra, con el cráneo destrozado y al lado el cuerpo de la niña de diez años, Cindy Paola, la hija que presiente el peligro que acecha a su mamá, que vive sin saber expresar el escenario agresivo y de terror, y se interpone entre los paramilitares y su madre para que no la toquen.Y las matan a ambas.
Los relatos son interminables. Niños que llegan a la guerrilla para vengar el asesinato de sus padres. La joven que se hace paramilitar para matar a los gue- rrilleros que han secuestrado y matado a su novio. El pequeño que intuye, no sabemos cómo, la playa de río donde está el cadáver de su madre sin brazos y sin piernas por efecto de la motosierra.
Fueron niños la mayor parte de los muertos por la bomba en la capilla de Bojayá.Y fueron niños la mayor parte de los que murieron quemados en la explosión provocada del oleoducto de Machuca. Niños también fueron la mayoría de la población errante de siete millones de personas que huyó de los campos cargados de terror.
Como parte de esta ruptura humana de nuestra sociedad, sobre el comienzo frágil de los niños cae la voracidad del mercado de la droga, pegada al conflicto armado, pero con su propia dinámica de destrucción para acabar con lo que hay de juventud en Colombia.
¿Cuándo diremos ‘¡Bastayá!’? ¿Cuándo será posible el futuro que se merecen los niños de nuestro país? ¿Cuándo volverá el día en que el terror de las noches de los pequeños podrá recuperar lo que Barba Jacob cantaba de ellos hace cien años?
YOLANDA REYES
Rabindranath Tagore
“Digábamos”...
que este palo era un caballo y esta caja de cartón era una nave,
que el jardín era una selva,
que la cama era un barco pirata y que nos íbamos a navegar
al infinito y más allá.
Digábamos
que esta ramita era una pistola y yo era un malo y te
mataba: ¡pum!
Y tú resucitabas...
Digábamos
que yo era la mamá y tenía un bebé entre la barriga...
En esa esfera mágica que es el tiempo de la infancia y que, mientras dura, parece que jamás se va a acabar, los niños juegan y crean mundos posibles, cercanos y lejanos, para explorar su realidad, o inventarse otra distinta, o las dos cosas a la vez. Y así, jugando, transcurre ese comienzo de la vida que nos marca para siempre: crecer, salir de casa, ir al colegio, tener amigos; perder, ganar; leer, escribir, multiplicar, dividir y resolver problemas. Un buen día, las niñas ya no quieren meterse con los niños –crecen más rápido– y los niños tampoco juegan con las niñas. Primero son las niñas: les salen curvas y se vuelven redonditas.Y luego, el hermanito y sus amigos, que parecían enanos, pegan el estirón. Son tiempos de grandes transformaciones: de niño o niña a adolescente; estudio, baile, teatro, fútbol y redes, reales y virtuales. Los que son buenos en matemáticas, los que detestan las matemáticas. Los que no paran de leer, los que no se llevan bien con los libros. Los que prefieren la gimnasia, los arriesgados, los cautelosos, los que no encajan, los distintos –que, de tantas formas, tantas veces, somos todos–. La música, los ídolos de moda, los amores, las tristezas, los “qué vas a estudiar”; los que buscan oficios parecidos a los de su familia y los que arriesgan otros rumbos. El miedo y la expectativa de los exámenes, las vueltas para el grado, sacar la cédula, las vueltas de la vida, los proyectos...
Y tú, ¿qué quieres ser? ¿Qué puedes ser?
A veces no es sencillo; a veces no es así como dijimos.
Digamos que hay otros papeles y otros escenarios.
Digamos que hay otros modelos y otras imágenes que muchos niños y niñas rebobinan, como se mezclan en el juego y en el sueño lo que vivimos, lo que vemos, lo que somos. Digamos que somos también lo que jugamos, y lo que no nos dejaron jugar.
Digamos que hay otros campos –a veces minados– en donde crecen muchos niños y niñas de este país, y que hay otros baúles de disfraces con uniformes, botas, armas y municiones para jugarse la vida: ¡la vida de pura verdad!
¿Y repetirlo?
–Yo quiero aprender a disparar, como mi hermano.
–Yo quiero volarme de la casa y trabajar en lo que sea.
–Yo ya no aguanto más.
Si jugar es representar otros papeles, ¿podrías calzarte las botas de alguno de estos niños? A veces basta con abrir los ojos y mirar lo que nos hemos habituado a no mirar. Aguza los oídos y escucha, entre el bullicio y la avalancha de noticias, las voces tantas veces inaudibles de los niños. Hay otras voces que cuentan; hay otras voces que también quieren contar.
Digábamos... que te entregan unas botas talla 33 y un uniforme camuflado, no importa de cuál grupo: un uniforme que te queda grande, pero ya crecerás, hasta que el pantalón te quede saltacharcos. Y, en vez de una ramita para “jugar a disparar”, te dan un arma de verdad.
Digábamos... que tienes doce años, que tu única experiencia de la vida son doce años en total, y te llevan lejos de tu casa para ser la mujer del jefe de la banda, y terminas viviendo en un campamento, en lo más profundo de la selva.
Digábamos... que las armas te parecen atractivas porque has visto ejemplos de otros muchachos mayores –¡cómo admiramos a los mayores de la cuadra!–, que han salido de pobres con las armas.
“Entre más gente mates, más respeto y más plata ganarás”.
¿Cómo no vas a creer, si quien lo dice te dobla la experiencia y lo que has visto en el vecindario te indica que así es?
–“¡Bravo, chino: qué puntería! ¡Usted sí está sobrado!”
Y tú sientes que por fin te van a respetar. Que no te van a dar más muendas porque andas con “los propios” y que a ese paso, a los quince, ya habrás acumulado puntos y experiencia para ser el jefe de la banda, o la mujer del comandante.Y te imaginas que saldrás de pobre y podrás comprarle a tu mamá lo que ella quiere, y que, de pronto, en tu casa, te van a perdonar.
–Entonces, ¿qué quieres ser?
Resulta difícil escoger. No te preguntan si prefieres ser mago, carpintero, artista, futbolista, científica, astronauta, presidente... Con tantos juegos por jugar, no dan muchas opciones. A nadie se le ocurre preguntarte si el día de mañana quisieras ir a la universidad. No es que te digan qué prefieres: ¿ñero, desplazado, jíbaro, madre adolescente, raspachín o prostituta? No te lo dicen, obvio, pero de algo hay que vivir.
¿Te acuerdas de ese juego? Eran dos grupos, como en Policías y ladrones, pero Materile no era de ganar sino de coreografías: esos juegos que se jugaban en el patio o en la calle y que ya casi nadie juega, como El puente está quebrado. Seguro que de ese sí te acuerdas. Cuando uno caía en el puente le preguntaban qué fruta prefería –¿bananos o aguacates?– y se formaban dos grupos y al final había un concurso de fuerza entre Los Bananos y Los Aguacates, como sucede en las pandillas de verdad. La diferencia entre esos juegos de la infancia y estos grupos es que el concurso del más fuerte se hace a pura bala, y ya no resucitas.Además, tampoco resulta tan sencillo como escoger bananos o aguacates, porque son muchos más: puede haber un hermano paraco, una amiga guerrillera, otro en una bacrim, una desplazada y otro muerto. Es como jugar a una guerra que no te pertenece: como meterte en un partido que va por el segundo tiempo, sin conocer al dueño del balón y sin saber por qué terminas jugando en ese equipo o en el otro, si cualquiera parece dar lo mismo. Y en la mitad, tantas historias: infinidad de historias que no han sido contadas y que quizás jamás se contarán.
¿Que cómo me sentí? Nadie me había preguntado nunca. Mi mamá dice que de eso es mejor no hablar: que mejor es olvidar. Al comienzo no quería dormir solo. Bueno, ni dormir, pero ya se me está quitando el miedo y solo me da dolor de estómago cuando veo tipos armados, o patrullas, o helicópteros. No importa si son soldados: a mí me da lo mismo el bando. Es un dolor aquí. No sé si esto es el estómago o si es el corazón; pero el corazón es más arriba, ¿no?Yo soy el mayor.A mi papá lo mataron, no sé quiénes, porque yo estaba muy chiquito y mi mamá tampoco habla de eso. Lo único que dice es que ahora yo soy el hombre de la casa. Hay muchos como yo. Se salen del colegio porque les toca trabajar, porque se han quedado solos, porque no tienen papá y tienen que ser el hombre de la casa.*
“El hombre de la casa”: ¡con esa voz de niño! Nadie pregunta qué se siente. Nadie parece tener tiempo ni interés para oír esas historias que pueden comenzar como los cuentos tradicionales, que tienen números mágicos: siete pájaros negros, siete hermanos; y en las que, también como en los viejos cuentos, entra en escena un monstruo y rompe el mundo. Cualquiera podría hacer la típica pregunta que hacen los niños cuando se asustan con los cuentos: “Pero eso no sucedía en la verdad, ¿cierto que no?”.
Esta era una familia conformada por siete niños y dos adultos. Los padres se ganaban la vida trabajando la tierra para mantener a sus hijos. Una noche, llegaron Las Águilas Negras y los hicieron desalojar su parcela. La familia comenzó a llorar y a llorar y a suplicar que no les hicieran daño. Pero ellos, con su corazón de piedra, asesinaron al padre de los niños y luego los echaron.
Por los campos y las ciudades de Colombia andan personajes espeluznantes, a veces con nombres que parecen de leyenda como la Patasola, el Mohán y la Llorona, que asustan a la gente para que no circule por ciertas zonas y que han obligado a abandonar su tierra a muchas familias.“Los niños buenos se acuestan temprano, a los malos los acostamos nosotros”, se lee en los papeles que han circulado y han hecho temblar a las familias.“Limpieza social” es uno de los nombres que se le han dado al crimen de “desaparecer” seres humanos. A veces, incluso, han justificado o se han disculpado por estar “combatiendo la violencia con violencia”.
Sin embargo, hay otros métodos menos “dramáticos”, a primera vista, para vincular a la guerra a los más jóvenes, y los grupos armados saben cómo ganárselos. Con tantas cosas que les hacen falta –ropa, tenis, un celular, una pandilla que los proteja del miedo, un uniforme, un poco de éxito, algo que se parezca al cariño o a la sensación de identidad–, no resulta difícil convencerlos. Si parece que nadie te quiere, si tu familia no tiene condiciones básicas para cuidarte, si nadie te pregunta si andas solo, perdido y aburrido por ahí, sin nada más qué hacer, si el colegio también puede ser un lugar peligroso en el que, para colmo, te va mal, y si en tu comunidad los que mandan son los que más miedo inspiran, ahí están las condiciones para entrar a un grupo armado al margen de la ley. Así como otros adolescentes entran al equipo de fútbol, a una banda de rock o al grupo de teatro del colegio, muchos niños supuestamente han “decidido” enrolarse en un ejército ilegal.
“Los que se fueron, se fueron por su voluntad, porque tenían necesidades”, suele decirse de muchos niños y niñas.
¿Es esa una definición de “voluntad”?
El promedio de edad de reclutamiento en Colombia ha sido de once años, lo que quiere decir que, en vez de terminar quinto o sexto grado, muchos niños y niñas aprenden a matar y a defenderse de la muerte. Sus cuerpos ágiles y hermosos han sido carne de cañón o botín para la guerra y han sido codiciados por las guerrillas, por los paramilitares, por los narcotraficantes y por otros tantos grupos ilegales no solo por porque son los más vulnerables, sino por sus inmensas posibilidades: porque caben en cualquier parte, porque conocen mejor que nadie los caminos y porque son flexibles –de cuerpo y también de mente–. En síntesis, por la misma razón por la que los niños les interesan a los adultos: porque aprenden rapidísimo.
Y, no está de más recordarlo, aprenden lo que les enseñamos los adultos. Lo que sea.
* Los testimonios que aparecen en cursivas han sido tomados de la Cartografía de los Derechos de Niños, Niñas y Adolescentes y editados por la autora.
Miguel Hernández
Si Colombia tiene una población de 15.454.633 niños, niñas y adolescentes, es decir el 31,02 por cien- to de la población nacional, según el más reciente censo (dane, 2018), ¿qué significa tener un poco más de un tercio del país en el borde de la posibilidad, o del peligro? ¿Qué hemos hecho –o no– para cuidar ese tesoro?
Por citar un solo ejemplo, las cifras del Sistema de Información Misional del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (icbf) muestran que en 2017 se abrieron 24.594 procesos administrativos de restablecimiento de derechos a menores de dieciocho años. De esos casos, 11.722 fueron por violencia sexual, 10.810 por maltrato, 1.116 por trabajo infantil, 959 por situación de calle y 946 por desnutrición. Sin embargo, todos sabemos que hay muchas violencias que no se denuncian y que, por consiguiente, hay muchos niños y niñas que no alcanzan a contarse en estas cifras oficiales, ni a ingresar a los procesos de restablecimiento de derechos del icbf, sencillamente porque no tienen la noción ni la experiencia de lo que significa “garantía de derechos”, a fuerza de la constante negación y el desconocimiento del que han sido víctimas. En esta celebración de los treinta años de la Convención sobre los Derechos del Niño, hay que reconocerlo, aún hay más retórica que prácticas; y hay que aceptar también, como punto de partida, que esos niños, niñas y adolescentes a los que se les niegan sus derechos (a la educación, a la salud, a la recreación, a la cultura, a tener una familia, entre otros) están en la primera fila de los ejércitos ilegales.
De acuerdo con el Registro Único deVíctimas, de las 8.874.110 personas víctimas en Colombia, 2.312.707 son niños, niñas y adolescentes, es decir, aproximadamente el 30 por ciento del total de las que están registradas. Si un tercio de las víctimas (contabilizadas) son niños, niñas y adolescentes, ¿cuántas han sido o están siendo acompañadas para procesar, entender y tratar de superar los dolores que han vivido?
Y si el destino de los niños es crecer, ¿cuántos bebés de los que nacerán en este fin de año de 2019 heredarán las violencias explícitas o silenciadas de sus padres? ¿Qué ha significado para tantos niños y niñas hacerse mayores en medio de violencias sin nombrar, sin reparar? ¿Podrán borrar alguna vez esas imágenes brutales del fondo de su memoria? ¿Basta con “tener la suerte” de no estar muerto, ni mutilado; con no tener heridas visibles, ni haber sido desplazado, torturado, abusado? ¿Acaso el hecho de que muchas generaciones no hayan conocido una sociedad sin guerra, sin violencia y sin oportunidades puede ser un entorno adecuado para armar un proyecto de vida?
¿Con qué los curaremos; con qué nos curaremos? Si cada bebé que llega a este mundo trae cifrada una esperanza, ¿cuántas esperanzas ha perdido Colombia?
Cuanto más tiempo se repitan estas historias, cuanto más se prolonguen, una generación engendrará otra así.Y esa generación, otra; y esa, otra y otra más. ¿No ha sido esa, en líneas generales, la historia que escribimos en Colombia: una experiencia de miedo, venganza y dolor que se recoge, se alimenta y se reescribe en la página siguiente?
¿Cuántas generaciones más son necesarias para cambiar esa saga?
Por eso ahora, cuando al menos hemos comenzado a contar a nuestras víctimas, y cuando nuestras víctimas empiezan a contar –con toda la polisemia que alberga la palabra–, es un imperativo ético reconocer esas heridas invisibles que patinan en el adn de Colombia y admitir, como una deuda que es de todos, la deuda con la infancia. Si no nos hacemos corresponsables, como declaran las leyes, los tratados y los códigos que nos rigen, por el incumplimiento de los derechos de los niños y las niñas, y si no relacionamos ese entramado perverso de las condiciones de vulnerabilidad, de pobreza y de falta de oportunidades con la persistencia de la guerra, será imposible desactivar sus engranajes para construir otro proyecto de país.
Qué tal si, además de leer cifras, imaginamos más de dos millones de nombres y apellidos, de caras y edades, y etnias, señales particulares, proyectos de vida y posibilidades, amores y sueños, para imaginar también la fuerza interior y la inmensa potencialidad de cada niño, de cada niña y de cada adolescente? ¡Qué tal imaginar dos millones de personas, en el momento más fértil de la vida, con esa plasticidad cerebral y emocional, y ese poder que les permite reinventar la vida, incluso en circunstancias difíciles!
¿Existe, acaso, una tarea de reconstrucción de Estado más urgente?
Digamos que aún es tiempo de inventar otros significados para tantos relatos, por más tristes o terribles que hayan sido.
En eso consiste, justamente, el reino de la infancia. Digábamos que estamos –todavía– situados ante el Reino de la Posibilidad (pero no por mucho tiempo).
Es justamente en este punto de inflexión en el que la invención de un país posible se apoya en el reconocimiento de un país que no puede seguir siendo: en las verdades que necesitamos reconocer si queremos poner punto final al exterminio real y simbólico de estos niños y estas niñas de la guerra. Es tiempo de recoger muchas versiones y muchas verdades, y de buscar caminos de expresión para reelaborar ese tumulto de emociones que circulan por debajo del discurso racional e, incluso, de los discursos históricos y políticos, que han estado más del lado de lo fáctico que de lo sensible y que han ignorado o subvalorado sistemáticamente la agencia, el poder y los recursos de los niños: esa también es una deuda –psíquica, emocional– que tenemos con la infancia.
Y aquí es donde estas palabras se encuentran con ustedes, este 20 de noviembre de 2019, día de conmemoración de los treinta años de la Convención sobre los Derechos del Niño, para reafirmar el inmenso desafío que tenemos: abrir las puertas al Reino de la Posibilidad, pero no como una “posibilidad” ingenua, sino como una conversación compleja y no exenta de dolor entre el reconocimiento de lo sucedido y la exploración de todos los recursos que tenemos y que no hemos terminado de descubrir.
Me refiero, por ejemplo, a la forma instintiva y entrañable como sabemos cuidar a los niños, y a las familias de este país, tan diversas y tan valientes, que son la primera fuente de confianza de todas las in- fancias, pero que necesitan acompañamiento porque también son vulnerables y han tenido que hacerles frente, muchas veces sin apoyo del Estado, a las situaciones adversas de la guerra, la inequidad y la pobreza. Aunque sería injusto ignorar los recursos interiores de tantos niños, familias, comunidades y maestros, que se sobreponen a los riesgos y a las circunstancias más difíciles y siguen estudiando, acompañando, protegiendo, jugando, riéndose e inventando otros papeles, hay que reconocer que no todos somos fuertes, o no podemos serlo todo el tiempo, y menos en circunstancias tan difíciles: fuertes y débiles, la mayoría. Gente común y corriente, casi siempre, casi todos.Y necesitados, por eso, de los demás para ayudarnos, casi siempre, casi todos.
Hacer posibles tantos encuentros interfamiliares e intergeneracionales y articularlos a las alternativas educativas, culturales y comunitarias es una tarea institucional que requiere del liderazgo y del compromiso del Estado, y que tiene que ver con su obligación de garantizar los derechos de los niños. Sin embargo, también se trata de una apuesta política que nos concierne a todos los adultos y que implica hacer acopio de los recursos interiores y exteriores con los que cuenta este país, no solo para afrontar las situaciones adversas, sino para cuidar cotidianamente a los niños, a las niñas y a los adolescentes, y para hacer una veeduría constante frente a la vulneración constante de sus derechos. Esto requiere de un cambio cultural profundo para entender que no es normal lo que nos hemos acostumbrado a no mirar: que esa indiferencia o esa falsa indulgencia con la que asumimos “los asuntos de los niños” está en el centro del problema.
Si en Colombia logramos entender que la guerra, la inequidad y las violencias son el último eslabón de una cadena de acciones y omisiones, y que cada niño y cada niña que perdemos es una responsabilidad de Estado, pero también una corresponsabilidad de todos los adultos, quizás encontraremos otro discurso distinto al de judicializar, encerrar y castigar a los niños, y quizás podremos imaginar un relato distinto al de la guerra.
Entonces, digábamos de nuevo...
... que aquí se acaba este libro y que –como es evidente– no tiene ni puede tener, al menos por ahora, un final feliz.
Digamos que nos queda por delante una tarea inmensa.
Y que los dos, el libro y la tarea, están ahora en nuestras manos.
Este libro ha sido rescrito a partir de dos textos de mi autoría. El primero de ellos se titula Peligro: niños jugándose la vida, y fue publicado por la Alta Consejería para la Reintegración y Banca de Proyectos (Bogotá, 2011). El segundo fue publicado por Conaculta (México, 2014) con el título de Secretos que no sabemos que saben.
Me habría gustado que lo que escribí en esos años hubiera perdido su vigencia en estos días de fin de 2019, pero sucede justamente lo contrario, y no sé cuántas veces más sea necesario volver a escribir sobre lo mismo, con la esperanza de que los niños y las niñas de Colombia no tengan que seguir viviendo estas violencias.
Como todos los libros, este ensayo es producto de una conversación con autores y obras que me han ayudado a pensar en estos temas. Aunque son muchos más, aquí está la lista de los que más me han inspirado:
Bácares Jara, Camilo. (2014). Los pequeños ejércitos: las significaciones sobre la vida y la muerte de los niños y jóvenes desvinculados de los grupos armados ilegales colombianos. Bogotá: Magisterio.
Centro Nacional de Memoria Histórica (cnmh). (2013). ¡Basta ya! Colombia: Memorias de guerra y dignidad. Bogotá: cnmh.
Vicepresidencia de la República de Colombia, Organización Internacional para las Migraciones (oim). (2010). Cartografía de los derechos de los niños, niñas y adolescentes. Bogotá: oim.
Postarini, Juliana. (2013). The one that looks sad. Recruitment understood through networks, big men and child’s agency. Ph.D. Dissertation. London: London School of Economics.
Nació en Bucaramanga, Colombia. Es escritora y una de las fundadoras de Espantapájaros, un proyecto pionero en el fomento de la lectura desde la primera infancia. Entre sus libros para niños y jóvenes se desatacan El terror de Sexto “B”, seleccionado en la Lista de Honor The White Ravens de la Biblioteca de la Juventud de Munich y ganador del Premio Fun- dalectura; Los años terribles, con el que obtuvo una beca de creación del Ministerio de Cultura; Los agu- jeros negros, elegido para la colección Los Derechos de los Niños; Una cama para tres, seleccionado en la Lista de Honor TheWhite Ravens,y Volar,merecedor del Premio Cuatro Gatos.
Entre sus obras para adultos figuran las novelas Pasajera en tránsito (Lista Arcadia, 2007), Qué raro que me llame Federico, recientemente publicado en Dinamarca, y los ensayos La casa imaginaria y La poética de la infancia (Lista Arcadia, 2016).
Es columnista del diario El Tiempo. En 2009, obtuvo la Mención Especial en el Premio Simón Bolívar de Periodismo.
"Por eso ahora, cuando al menos hemos comenzado a contar a nuestras víctimas, y cuando nuestras víctimas empiezan a contar −con toda la polisemia que alberga la palabra−, es un imperativo ético reconocer esas heridas invisibles que patinan en el adn de Colombia y admitir, como una deuda que es de todos, la deuda con la infancia"
YOLANDA REYES
SINTHYA RUBIO E.
Coordinadora Curso de Vida y Discapacidad, Comisión de la Verdad
Entre el 9 y 10 de mayo de 2019 tuvo lugar en Bogotá el Encuentro Nacional “Los niños, niñas y adolescentes le hablan a la Comisión de la Verdad”, cuyo objetivo fue ofrecer un espacio de diálogo directo para que treinta y tres niños, niñas y adolescentes de diversas regiones del país compartieran con los comisionados y comisionadas de la Comisión sus propuestas e iniciativas para alcanzar una participación efectiva en el marco del cumplimiento del mandato de la entidad. El encuentro fue posible gracias al apoyo de Fundación Plan, oim y usaid, unicef, la coalico, Taller de Vida y la Estrategia Atrapasueños de la Secretaría de Integración Social de Bogotá.
Una actividad del encuentro consistió en realizar un autoretrato por medio de la técnica de libro cartonero. Mediante imágenes, textos, palabras, fotografías, collage, dibujos, relatos e historias, los niños, niñas y adolescentes le entregaron a la Comisión no solo un testimonio sobre las experiencias vividas en la guerra, sino también ideas concretas sobre cómo participar de manera significativa en la construcción de un relato incluyente de verdad.
En su libro cartonero, una joven participante llamada Jimena Agudelo, proveniente del Meta, hizo un collage que muestra un árbol y dejó este mensaje: “Buscamos una sombra para descansar de la guerra: queremos la paz”. Se trata de un llamado permanente que los niños, niñas y adolescentes le hacen a la Comisión. Su collage es una de las imágenes de portada del presente libro.
Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (usaid)
Lawrence J. Sacks, Director usaid
en Colombia
Michael Torreano, Director
de Reconciliación e Inclusión
Camila Gómez, Oficina
de Reconciliación e Inclusión
Organización Internacional para las Migraciones (oim)
Misión en Colombia http://www.oim.org.co
Ana Durán, Jefe de Misión
Gerard Gómez, Jefe de Misión Adjunto
Alessia Schiavon, Directora de Programas
Juan Manuel Luna, Coordinador del programa Reintegración y Prevención del Reclutamiento (rpr)
Sandra Ruiz, Coordinadora adjunta del programa Reintegración y Prevención del Reclutamiento (rpr)
Esta publicación es posible gracias al generoso apoyo del pueblo de Estados Unidos a través de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (usaid). Los contenidos son responsabilidad de los autores, y no necesariamente representan los puntos de vista de usaid o del gobierno de Estados Unidos, ni de la Organización Internacional para las Migraciones (oim).
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