Podcast
Hace 50 años, el 30 de mayo de 1967, la editorial Sudamericana imprimió por primera vez Cien años de soledad, en Buenos Aires. Para conmemorar cinco décadas de la novela más grande del español en el siglo XX, este especial sobre tres momentos: el proceso, que se pregunta por el periodo de escritura de la novela en México; los antecedentes, para entender el contexto en el que nació literariamente García Márquez, y los herederos, como una manera de auscultar la gran influencia de un escritor que atravesó el tiempo. Además, 25 críticos y escritores elaboraron una lista con 50 novelas latinoamericanas del último medio siglo que resultan notables en una rica y profusa tradición que no se ha detenido.
Los antecedentes (1948-1964)
Uno de los aspectos relevantes en la labor periodística emprendida por Gabriel García Márquez a finales de los años cuarenta es la visión crítica que desplegó frente a la realidad social, política y cultural de su país. Tenía 21 años de edad, había escrito unos cuantos poemas románticos a la luz del piedracielismo e interrumpido sus estudios de Derecho en Bogotá, la ciudad en la que presenció cómo una muchedumbre enardecida arrastraba por la calle al presunto asesino del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, según lo consignó en sus memorias Vivir para contarla (2002).
Leer másCien años de Soledad fue escrita por Gabriel García Márquez durante dieciocho meses, entre 1965 y 1966 en Ciudad de México.
La novela tuvo un tiraje inicial de 8.000 ejemplares. Hasta la fecha se han vendido más de 30 millones de ejemplares y ha sido traducida a 35 idiomas.
La idea original para la obra surgió en 1952 durante un viaje que realizó el autor a su pueblo natal, Aracataca, Magdalena, en compañía de su madre.
En un viaje familiar a Acapulco, a García Márquez se le vino a la cabeza una imagen tan clara de la novela que volteó el carro y se devolvió de inmediato a Ciudad de México para poder sentarse a escribir.
La novela fue impresa por primera vez el 30 de mayo de 1967 en Buenos Aires, por Editorial Sudamericana. La fecha de publicación fue el 5 de junio de 1967. Dos semanas después, la obra estaba agotada.
El diseño original se le encargó a Vicente Rojo, pintor mexicano que se “sumergió en la novela” y que no alcanzó enviar a tiempo el arte, por lo cual acabó en la portada de la segunda edición.
El proceso (1965-1967)
Es notorio que fueron las dos grandes ciudades latinoamericanas de los años sesenta (grandes sobre todo en los aspectos culturales, artísticos y literarios) las parteras de la escritura y de la publicación de Cien años de soledad: México y Buenos Aires. Se ha especulado sobre la suerte que hubiera corrido la obra magna de García Márquez si esta se hubiera publicado, por ejemplo, en Madrid o en Bogotá.
Leer másEn agosto de 1966, cuando el escritor y su esposa fueron a enviar el manuscrito no tenían suficiente dinero para el correo: contaban con 53 pesos y el envío costaba 82. Decidieron mandar la primera mitad, pero por error empacaron la segunda. Editorial Sudamericana disfrutó tanto de lo leído que dieron el dinero para que enviaran la primera parte.
Macondo, el pueblo imaginario donde transcurre el libro, era el nombre de una finca bananera cercana a Aracataca.
Mercedes Barcha, esposa de García Márquez, empeñó sus joyas para que él se pudiera dedicar a escribir Cien años de Soledad.
La novela fue nombrada una de las obras más importantes de la lengua castellana durante el IV Congreso Internacional de la Lengua Española.
El libro cuenta con 20 capítulos, sin título.
El escritor y Premio Nobel de Literatura peruano Mario Vargas Llosa afirmó que "Cien años de soledad es una de las obras narrativas más importantes en nuestra lengua. Es un mundo vasto, aprisionando tantas cosas y tan diversas dentro del espacio novelesco".
Los herederos (1967-2017)
La explosión de Cien años de soledad (1967) sacudió el mundo de las letras latinoamericanas con sus millonarios tirajes. Su influencia en los libros que la sucedieron es múltiple e indiscutible: desde los universos ficticios y el uso de la cultura popular hasta las reinterpretaciones de la historia política reciente y su inacabada violencia. Pero en estas novelas aparecen también otros elementos del universo de García Márquez. Sea reinterpretando la figura del coronel que espera la llegada de su carta y la del dictador atrapado en un palacio en decadencia, o bien regresando al París de los escritores latinoamericanos y al sueño de la Revolución cubana, de la mano del oficio periodístico y de la historia, cada novela bien puede ser una lectura propia, novedosa y fecunda de García Márquez.
Leer másEl escritor uruguayo Mario Benedetti habló de la novela como “una empresa que en su mero planteo parece algo imposible y que sin embargo en su realización es sencillamente una obra maestra”.
El escritor chileno y ganador del premio Nobel de Literatura Pablo Neruda llamó a la obra de García Márquez “El Quijote de nuestro tiempo”.
El escritor y periodista norteamericano Norman Mailer, elogió a García Márquez por Cien años de soledad al decir que “creó cientos de mundos y personajes en una obra absolutamente sorprendente”.
“Toda la ciudad sucumbió al encanto de la novela y se puso a leerla”, declaró el editor Paco Porrúa la Editorial Sudamericana, cuando le preguntaron cuál había sido la reacción tras la publicación de la novela.
Cien años de soledad recibió el Premio Rómulo Gallegos en Venezuela en 1972 y el Premio al Mejor Libro Extranjero en Francia en 1969.
Las primeras pruebas de la novela, con correcciones manuscritas de Gabriel García Márquez, para la primera edición del libro fueron declaradas como Bien de Interés Cultural de Carácter Nacional en la categoría de Patrimonio Inmaterial de Colombia en 2001.
Le puede Interesar
Le puede Interesar
Le puede Interesar
Los antecedentes (1948-1964)
Rigoberto Gil - Pereira Ensayista y novelista.
Uno de los aspectos relevantes en la labor periodística emprendida por Gabriel García Márquez a finales de los años cuarenta es la visión crítica que desplegó frente a la realidad social, política y cultural de su país. Tenía 21 años de edad, había escrito unos cuantos poemas románticos a la luz del piedracielismo e interrumpido sus estudios de Derecho en Bogotá, la ciudad en la que presenció cómo una muchedumbre enardecida arrastraba por la calle al presunto asesino del caudillo Jorge Eliécer Gaitán, según lo consignó en sus memorias Vivir para contarla (2002).
Cien años de Soledad fue escrita por Gabriel García Márquez durante dieciocho meses, entre 1965 y 1966 en Ciudad de México.
Esta visión de García Márquez sobre Colombia se halla contenida en dos periodos: uno que empieza en mayo de 1948 en El Universal de Cartagena y termina en diciembre de 1952 en El Heraldo de Barranquilla. El otro arranca en febrero de 1954, cuando el periodista se instala de nuevo en Bogotá, invitado por Álvaro Mutis, y pasa a ser parte de la nómina de El Espectador, hasta junio de 1955. Durante este año las condiciones políticas se tornaron complejas bajo la dictadura del general Rojas Pinilla, al punto que un año después se clausura el periódico liberal, en momentos en que García Márquez ya era corresponsal en Europa. Ambos periodos los documenta el crítico Jacques Gilard, al compendiar los textos periodísticos de un narrador de la costa caribe, que llegó a partir en dos, con su prosa renovadora, la breve tradición literaria colombiana.
La novela tuvo un tiraje inicial de 8.000 ejemplares. Hasta la fecha se han vendido más de 30 millones de ejemplares y ha sido traducida a 35 idiomas.
A propósito de tradición, García Márquez se refirió en junio de 1948 a la herencia que recibía de sus mayores y se atrevió a decir que tenía un “sabor de barricada” y la “dimensión de una trinchera”. Este gesto crítico inicial demarca unas miradas, en perspectiva, sobre la cultura colombiana. Así, el joven escritor reconoce que existe un pasado y a él vincula la historia de un país violento, a raíz de las sucesivas guerras civiles en las que intervinieron algunos de sus parientes; del clima de conspiración que rodeó el asesinato del general Rafael Uribe Uribe; de la masacre de las bananeras que moldeó su universo infantil en la Ciénaga del Magdalena y de la muerte de Gaitán, frente a la cual obtiene su mayoría de edad capitalina.
Las posturas intelectuales de García Márquez no se comprenden por fuera del círculo de amigos –Álvaro Cepeda Samudio, José Félix y Alfonso Fuenmayor, Alejandro Obregón, Germán Vargas Cantillo– que nutrió en Barranquilla a finales del cuarenta, en torno de una figura legendaria: el catalán Ramón Vinyes, un hombre de letras que se radicó en La Arenosa en 1914 y que dos años después abrió una librería y luego editó la revista Voces (1917-1920), de corte vanguardista. Luis López de Mesa, el médico y educador que para entonces fungía como conciencia moral de un país controlado por la hegemonía conservadora, escribió en la revista Cultura de 1918 que Voces se había convertido en el “fantasma de los mediocres porque fustiga sin compasión, porque renueva el ámbito literario”.
La idea original para la obra surgió en 1952 durante un viaje que realizó el autor a su pueblo natal, Aracataca, Magdalena, en compañía de su madre.
No era para menos. Basta repasar los índices de esta revista para encontrar en ella textos traducidos al español de John Keats, Chesterton, Apollinaire, Hofmannsthal, Gorki, entre otros. Es decir, una serie de autores cuyas obras poco se conocían en el ámbito colombiano. Aquí era la literatura francesa, decimonónica y de sello romántico, la que seguía imponiéndose como corriente en un país aún no sintonizado con lo que ocurría en el Chile de Huidobro, o en la Argentina de Arlt y Borges. Por eso no sorprende que en las páginas de Voces se publiquen textos de autores marginales como León de Greiff, Carrasquilla, Rivera y Max Grillo, al tiempo que se admitía una actitud menos complaciente con el contexto: “Hay que bracear duro para remover las aguas estancadas (...) tenemos que derribar ídolos en los que nadie cree, pero que todos acatan”.
Este derribamiento de ídolos fue constante en las opiniones periodísticas de García Márquez. El primero frente al cual se muestra reticente es Guillermo Valencia, la figura central de un estilo poético vinculado a la generación del Centenario, cuyas raíces brotan en la segunda mitad del siglo xix, en aquello que también se ha dado en llamar el Grecolatinismo, tras la llegada al poder político de gramáticos y oradores como Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo. De hecho, en una columna de El Heraldo de 1950, García Márquez alude irónico a la poesía cursi de Valencia y a la probabilidad de que en un tribunal infernal, llegaría a ser recitada por una de las figuras centrales de un grupo de jóvenes conservadores, de ideas fascistas, llamado los Leopardos: el orador y parlamentario Augusto Ramírez Moreno. García Márquez llegó incluso a hablar de una endemia: “los ‘Augustosramírezmorenos sueltos por el mundo’”.
Al repasar en sus memorias los años de formación intelectual, García Márquez escribió que “el mundo era de los poetas” y que ese mundo vivía “encandilado por la retórica de mármol de Valencia, cuya sombra mítica les cerró el paso a tres generaciones”. Lo mismo le había dicho Álvaro Mutis en 1954, cuando García Márquez lo entrevistó por la reciente publicación de su libro Los elementos del desastre: “Lo grave para nuestra generación es la tremenda perversión de valores que ha originado el endiosamiento valencista”.
La novela fue nombrada una de las obras más importantes de la lengua castellana durante el IV Congreso Internacional de la Lengua Española.
Según Mutis, ese fanatismo había eliminado del contexto nacional la poesía de Barba Jacob. Y en este nombre ambos autores coinciden. Solo que en sus memorias, García Márquez agrega otros que no habían logrado ningún reconocimiento mientras Valencia estuvo en su trono. El primero es José Asunción Silva, a quien cataloga como la “estrella solitaria” que iluminó el árido panorama de la poesía del siglo xix. Luego mencionará a Rafael Pombo, Eduardo Castillo, Rafael Maya y León de Greiff. En medio de esta enumeración, destacará dos grupos: el que buscó su expresión en las páginas de la revista Los Nuevos (1925), dirigida por Felipe y Alberto Lleras; y el de un grupo al que García Márquez se sintió próximo en sensibilidad poética: Piedra y Cielo. Este movimiento, que seguía el rumbo modernista señalado por el español Juan Ramón Jiménez, lo lideró Eduardo Carranza, un poeta que cuestionó en 1941, frente al crítico Baldomero Sanín Cano, el alcance de la obra de Valencia. Allí se atrevió a decir que la suya era una “ortopedia de palabras”, hecha “a espaldas de su tiempo y de su pueblo” .
Tanto Los Nuevos como Piedra y Cielo constituyen un avance significativo en la cultura colombiana de las décadas del veinte y treinta del siglo xx, en momentos en que León de Greiff le daba un extraño aire experimental a la poesía, luego de haber ayudado a fundar en Medellín, en 1914, el movimiento literario de Los Panidas y una revista con el mismo nombre. A este movimiento anticlerical e irreverente pertenecieron jóvenes rebeldes como el caricaturista Ricardo Rendón y el filósofo Fernando González, de quien se recordaba que en su tesis de Derecho, de 1919, sentenció que en Colombia había “muchos doctores, muchos poetas, muchas escuelas y poca agricultura y pocos caminos”.
Cien años de soledad recibió el Premio Rómulo Gallegos en Venezuela en 1972 y el Premio al Mejor Libro Extranjero en Francia en 1969.
A esta renovación le seguirían las crónicas de Luis Tejada en El Espectador, cuya honda sensibilidad poética lo llevó a presentir, en sus leves cuadros de costumbres, las pulsiones de la vida moderna; la misma que Luis Vidales, adscrito a Los Nuevos, reveló en Suenan timbres (1922), cuatro de cuyos poemas fueron seleccionados por Borges, Huidobro y Alberto Hidalgo, para el libro Índice de la nueva poesía americana (1926), publicado en Buenos Aires. Estos anuncios vanguardistas se fortalecieron con la publicación de cuatro libros arriesgados en contenido y forma: el póstumo de José Asunción Silva, De sobremesa (1923); el de José Eustasio Rivera, La vorágine (1924) y su clara denuncia social; el de José Antonio Osorio Lizarazo, La casa de vecindad (1930) y el descubrimiento de la dramática vida urbana de los marginados, y el de Eduardo Zalamea, Cuatro años a bordo de mí mismo (1934), donde se inaugura la novela psicológica.
Estos hitos impulsaron en el país la renovación de una literatura que, de acuerdo con el balance que el crítico Hernando Téllez hizo en 1966, seguía anclada, sin embargo, al modelo impuesto por la generación del Centenario, llamada así porque el influjo de quienes escribían y al mismo tiempo participaban en el control de la política central coincidió con la celebración, en 1910, del primer centenario de la Independencia del país. Téllez señaló que tanto la sensibilidad poética como el estilo literario de esta generación eran medianos. A ella pertenecieron Marco Fidel Suárez, Luis Carlos López, Julio Flórez, Miguel Rasch Isla, José Eustasio Rivera y Guillermo Valencia. En materia de poesía y narrativa, dice Téllez, algunos de ellos insistían en copiar modelos de expresión decimonónicos que en Europa habían entrado en declive.
Téllez ya se había preguntado en 1951 si en realidad podía hablarse en Colombia de la existencia de una tradición humanística –la misma que transformó a Bogotá en la dudosa “Atenas suramericana”– cuando las condiciones sociales del país le eran adversas. Por un lado, el alto porcentaje de analfabetismo revelaba que aún se tenía un sistema educativo incipiente y, por otro lado, había una brecha muy grande entre una élite intelectual ilustrada, sujeta a los cánones de una tradición clásica, y unas clases populares pobres y desplazadas. Esta situación inocultable debía afectar el desarrollo de nuestra literatura y por eso en su examen, Téllez observaba, en general, una “irresistible tendencia a la cursilería” y el empleo excesivo de una retórica que “ahogaba toda morfología de la obra literaria”, en virtud de esa “vacía elocuencia” de la que García Márquez se ocupó de ironizar en 1950.
Al burlarse de los concursos de oratoria que se promovían en Bogotá, como parte de cierta dinámica impuesta por leopardos como Silvio Villegas y José Camacho Carreño, García Márquez subrayó una tendencia intelectual en el país: la mezcla de ejercicios literarios retóricos con aspiraciones políticas individuales. El resultado de esa simbiosis, según él, fue un estilo nacional expandido, que se sustentaba en una “explosividad verbal”, en una “teatralidad parlamentaria” llena de gerundios y gestos demagógicos, lo cual condujo al fortalecimiento de un “emplasto oratorio de indiscutible calidad nacional. No importa que no se diga nada”.
Las primeras pruebas de la novela, con correcciones manuscritas de Gabriel García Márquez, para la primera edición del libro fueron declaradas como Bien de Interés Cultural de Carácter Nacional en la categoría de Patrimonio Inmaterial de Colombia en 2001.
Es posible que el lector se esté preguntando qué pasaba con el desarrollo de otros géneros literarios en Colombia, más allá del culto a la poesía. Si tenemos en cuenta el llamado que en 1947 hizo Eduardo Zalamea en El Espectador a los jóvenes para que enviaran sus cuentos al periódico, se entiende que este no era un género muy cultivado. Hay que decir, no obstante, que gracias a esa convocatoria, García Márquez se inició en la escritura de cuentos un tanto experimentales y empezó a afilar su mirada en torno de lo que estaba pasando en materia narrativa en el país. Su diagnóstico era severo, como se deja ver en la discusión que sostuvo con el novelista antioqueño Manuel Mejía Vallejo, quien había asegurado, en 1950, que la novela colombiana gozaba de buena salud y que respondía a los órdenes de una escritura moderna. García Márquez lo contradice, relativiza el alcance de La vorágine de Rivera y nombra unos cuantos autores que no hacen parte de la lista de Mejía Vallejo: Eduardo Zalamea, Elisa Mujica, Jaime Sanín, todos ellos con pocos libros publicados. Menciona a Carrasquilla, en especial por La marquesa de Yolombó. Y va a señalar lo que hoy leemos como el anuncio de una nueva propuesta literaria para el país: “Todavía no se ha escrito en Colombia la novela que esté indudable y afortunadamente influida por los Joyce, por Faulkner o por Virginia Woolf. Y he dicho ‘afortunadamente’, porque no creo que podríamos los colombianos ser, por el momento, una excepción al juego de las influencias”.
Estas convicciones se leen hoy como el inicio de un nuevo estilo en la literatura colombiana. Será cuando García Márquez inserte en su narrativa la tradición literaria norteamericana, es decir, el rigor expresivo, la inmersión en realidades sociales cercanas al autor y esa afortunada mixtura entre ficción y periodismo. Será también el momento en que surja el ejercicio de una literatura consciente en el empleo del lenguaje, de la poesía, de los recursos del cine y otros formatos y de la historia como documento de la imaginación.
El proceso (1965-1967)
Dasso Saldívar - Madrid Autor de la biografía Viaje a la semilla.
Es notorio que fueron las dos grandes ciudades latinoamericanas de los años sesenta (grandes sobre todo en los aspectos culturales, artísticos y literarios) las parteras de la escritura y de la publicación de Cien años de soledad: México y Buenos Aires. Se ha especulado sobre la suerte que hubiera corrido la obra magna de García Márquez si esta se hubiera publicado, por ejemplo, en Madrid o en Bogotá. Con toda seguridad, la buena estrella de la novela no solo hubiera retrasado su aparición, sino que la rotundidad de su éxito hubiera sido algo muy distinto. Por suerte, el escritor estaba seguro de la obra que acaba de escribir hacia mediados de 1966 y sabía que solo Barcelona o Buenos Aires podían darle su consagración. Por eso, poco antes de firmar el contrato que le envió Paco Porrúa de Editorial Sudamericana, el novelista se la había ofrecido a Carlos Barral en Barcelona, pero este no la leyó a tiempo por estar en vísperas de vacaciones. De México, que le había brindado el marco idóneo para sentarse a escribirla a mediados de julio del año anterior, ya no podía esperar mayor cosa. Él mismo contaría que durante la escritura de la novela solía hablarles de ella a algunos editores mexicanos y que, a excepción de la pequeña editorial Era, a ninguno se le había pasado por la cabeza la simple formalidad de leerla siquiera. Cuando en Buenos Aires estalló el escándalo de su publicación por Sudamericana, a partir del 5 de junio de 1967, los mismos editores que lo habían ignorado se precipitaron sobre el escritor en tono recriminatorio: “¿Y por qué no nos diste a nosotros la novela?”. “¡Ah, porque ninguno de ustedes me la pidió!”, se justificaba el escritor.
En agosto de 1966, cuando el escritor y su esposa fueron a enviar el manuscrito no tenían suficiente dinero para el correo: contaban con 53 pesos y el envío costaba 82. Decidieron mandar la primera mitad, pero por error empacaron la segunda. Editorial Sudamericana disfrutó tanto de lo leído que dieron el dinero para que enviaran la primera parte.
La seguridad que García Márquez tenía en su novela no era el delirio de un gran escritor de éxitos minoritarios. Él llevaba ya casi 20 años buscándola en las mismas entrañas de su vida, de su familia, de su pueblo, en el marco de la cultura caribe y de la historia colombiana, y aprendiendo a escribirla en dos libros de cuentos, en tres novelas espléndidas y en cientos de reportajes y artículos de prensa. Tan seguro estaba de que algún día alcanzaría esa cumbre, que le había prometido a su joven y flamante esposa, Mercedes Barcha, cuando en marzo de 1958 volaban de Barranquilla a su luna de miel en Caracas, que él, el mayor de los 16 hijos del telegrafista y de la niña bonita de Aracataca, escribiría a los 40 años “la obra maestra” de su vida.
La historia de La casa, como se llamó Cien años de soledad durante 18 años, había comenzado hacia mediados de 1948, mientras su autor era un escritor de relatos y un aprendiz de periodista en El Universal de Cartagena. Con apenas 21 años, en unas tiras largas de papel periódico, intentaría contar ya la historia de la familia Buendía, centrada en la soledad, un tanto caprichosa entonces, del derrotado coronel Aureliano Buendía en la Guerra de los Mil Días, la misma donde había luchado su abuelo Nicolás Márquez bajo las órdenes del general Rafael Uribe. Durante cuatro años bregaría con esta larga, amorfa e interminable historia, hasta llegar a convencerse de que era “un paquete demasiado grande” para su limitada experiencia vital y literaria de entonces.
Macondo, el pueblo imaginario donde transcurre el libro, era el nombre de una finca bananera cercana a Aracataca.
Durante estos años se hizo legendaria entre sus amigos y colegas de Cartagena y Barranquilla la historia imposible de “el mamotreto”, apodo con el que empezó a conocerse La casa. García Márquez la llevaba bajo el brazo a todas partes y le soltaba el rollo infinito de su lectura a todo el que quisiera escucharla. Ramiro de la Espriella recordaría la que les hizo un fin de semana a él, a su madre Tomasa y a su hermano Óscar en la finca familiar de La Loma del Diablo, en Turbaco. La tediosa sesión estaba siendo amenizada con el ron añejo que Ramiro y Gabriel le saqueaban con una cánula al viejo De la Espriella, cuando la madre sorprendió al escritor revelándole una de sus fuentes: “¡Ese es el general Rafael Uribe Uribe!”, exclamó doña Tomasa. “Y usted ¿cómo lo sabe?”, le preguntó él intrigado. “Por las muñecas, porque el general Uribe Uribe las tenía así de gruesas”.
A pesar de que ya García Márquez había dado el salto de su abuelo, modelo del coronel de La hojarasca (cuya primera versión data de mediados de 1949, según los testimonios de sus primeros lectores, Héctor Rojas Herazo y Gustavo Ibarra Merlano), al general Rafael Uribe, referente principal del coronel Aureliano Buendía; a pesar de que la casa, el ambiente, las historias y algunos de los personajes de La casa pasarían a conformar la novela magna; y a pesar de que, entre los años 1952 y 1953, García Márquez exploraría a fondo, en compañía de Rafael Escalona y Manuel Zapata Olivella, los pueblos de La Guajira y del Gran Magdalena de donde provenían sus abuelos maternos, García Márquez no pudo ir entonces mucho más allá con “el mamotreto” de La casa. La falta de experiencia y de lecturas, el desconocimiento a fondo de las sutiles artes de la invención y de la narración, y, cómo no, su corta experiencia vital, lo obligaron a poner en remojo el proyecto imposible de “el mamotreto”. Tendrían que pasar casi tres lustros más para que aprendiera a concebirla y a escribirla, tiempo durante el cual residiría en distintos países y acumularía experiencias esenciales en lo personal y en lo familiar, en lo literario y en lo periodístico, a la vez que se ocupaba de sus afanes cinematográficos. Las lecturas e influencias de Sófocles, Rabelais, Defoe, Dumas, Melville, Conrad, Kafka, Joyce, Faulkner, Woolf, Borges, y las muy tempranas de Las mil y una noches, le fueron enseñando el camino para llegar a la novela soñada y ensayada una y otra vez, pero sin perder nunca de vista a Aracataca y la casa natal, así como la influencia y las historias de sus abuelos maternos: los mismos lugares, personajes e historias a los que quería “volver”.
Mercedes Barcha, esposa de García Márquez, empeñó sus joyas para que él se pudiera dedicar a escribir Cien años de Soledad.
Y así La casa se convirtió en el gran tronco común del cual irían surgiendo con el tiempo La hojarasca, El coronel no tiene quien le escriba, La mala hora y Los funerales de la Mamá Grande. Más aún: podría decirse que todo, o casi todo, lo escrito por García Márquez desde “La tercera resignación”, su primer cuento de 1947, hasta “El mar del tiempo perdido”, su primer relato mexicano de 1961, conforma el largo, complejo y minucioso camino que conduce a Cien años de soledad, incluida buena parte de los cientos de artículos y reportajes de las dos primeras etapas periodísticas del escritor. A través de ellos fue hallando y perfilando personajes, escenarios, atmósferas, argumentos y elementos estructurales y formales para la gran novela en perspectiva. En su cuarto artículo de El Universal, publicado el 26 de mayo de 1948, aparece ya, con sus “alfombras mágicas” miliunanochescas y el “río indispensable”, el primer bosquejo de la aldea que sería Macondo. En “La tercera resignación” y en “Eva está dentro de su gato”, sus dos primeros cuentos publicados el año anterior en El Espectador, despuntan los temas de la casa, la soledad, la nostalgia, la muerte, el afán de trascendencia de la muerte, las muertes superpuestas, las taras hereditarias, el enclaustramiento y la belleza asociada a la fatalidad. En La hojarasca, asistimos a la fundación de Macondo y a la aparición de todo un arsenal de temas que García Márquez desarrollaría en sus libros posteriores y especialmente en Cien años de soledad, y, aparejado a su ópera prima, conseguiría dar otro salto cualitativo en el “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, que originalmente era un subcapítulo de La hojarasca. En este breve relato el tiempo se detiene mediante la cosificación o espacialización, llegando a ser maleable, como habría de ocurrir en el Macondo de José Arcadio Buendía y en los pergaminos de Melquíades, que es la novela en sánscrito dentro de la novela. Como sabemos, esta astucia poética es la que le permitiría al gitano, poeta y profeta, concentrar un siglo de episodios cotidianos coexistiendo en un mismo instante. Pero para llegar a concebir personajes como Melquíades y Prudencio Aguilar, García Márquez había comenzado una revolución de gran calado, casi inadvertida, con el niño narrador de “Alguien desordena estas rosas” (que tendría su complemento esencial años después en la lectura de Pedro Páramo), donde por primera vez un personaje suyo es un espíritu viviente al margen de su estado corporal. Otras aportaciones esenciales para el futuro Macondo se dan en “La siesta del martes” y en “Un día después del sábado”. Pero las más importantes se desarrollan en “Los funerales de la Mamá Grande” y “El mar del tiempo perdido”, ficciones macondianas que se erigen en verdaderos umbrales de Cien años de soledad, pues, aparte de la temática, el tiempo y el espacio se fusionan de una manera espontánea y convincente.
Con estos y otros hallazgos de demiurgo, una reflexión profunda y minuciosa sobre el tono y la concepción de la novela, más las posibilidades y limitaciones que le habían enseñado cuatro años de experiencias cinematográficas en México, García Márquez se encerró una mañana de mediados de julio de 1965, en su estudio de La Cueva de la Mafia del barrio San Ángel Inn, a contarnos por fin las mil y una historias de La casa de sus tormentos.
La novela fue nombrada una de las obras más importantes de la lengua castellana durante el IV Congreso Internacional de la Lengua Española.
El día anterior había regresado con su familia de unas breves vacaciones en Acapulco, durante las cuales, repetiría el escritor, encontró por fin el tono, la clave de Sésamo que le permitió acceder a la novela. Esa misma noche Álvaro Mutis y Carmen Miracle fueron a visitar a sus amigos. De pronto, García Márquez le dijo a Mutis en tono confidencial: “Maestro, voy a escribir una novela. Mañana mismo voy a empezar. ¿Se acuerda de aquel mamotreto que nunca le mostré y que le entregué en el aeropuerto de Techo, en enero de 1954, para que me lo metiera en la cajuela del coche? Pues es esa, pero de otra manera”. Y a la mañana siguiente empezó a trabajar de forma afiebrada, demencial, en lo que desde entonces y para siempre sería Cien años de soledad.
Él pensó que el encierro conventual que necesitaba para escribirla duraría seis meses, pero fueron 13 o 14. Con los ahorros que tenía, más lo que le dejó Mutis, juntó 5.000 dólares y se los entregó a Mercedes, con el ruego de que no lo molestara por nada hasta que terminara la novela. Como a los seis meses se habían agotado los 5.000 dólares, y el escritor se fue a Monte de Piedad y empeñó el Opel blanco de la familia. Con todo, en los últimos meses Mercedes tuvo que pedir fiados el pan, la carne, la leche y otras cosas de comer, y hablar con Luis Coudurier, el dueño de la casa, para que les siguiera fiando el alquiler otros tres meses más, hasta que su marido terminara el libro. Cuando el 10 de septiembre de 1966 firmó el contrato que, en octubre del año anterior, le había enviado Paco Porrúa de Sudamericana, con 500 dólares de adelanto, había ocurrido de todo en sus vidas y en las vidas de los personajes de la novela, pero él era ya un hombre endeudado y feliz por haber echado a andar sola la monstruosa criatura de sus pesadillas de casi 20 años.
El libro cuenta con 20 capítulos, sin título.
Escribía de ocho y media de la mañana a dos y media de la tarde, después de llevar a Rodrigo a y Gonzalo al colegio. El resto del día lo pasaba metido en La Cueva de la Mafia descubriendo y contando las locuras de los Buendía y vigilando muy de cerca el ángel exterminador de Macondo. A veces, Mercedes lo escuchaba reírse a carcajadas en su estudio, ella le preguntaba qué había pasado, y él le respondía: “¡Es que me río de las cosas que les ocurren a los cabrones de Macondo!”. Pero el escritor dejó siempre abierta la puerta para los cuatro amigos que solían visitarlo cada noche, y cuyas conversaciones cómplices, así como los libros y las noticias que le traían, alimentaban parte de su vida y parte de la novela. Álvaro Mutis y Carmen Miracle, Jomí García Ascot y María Luisa Elío solían llegar con un par de botellas de whisky hacia a las ocho de la noche, hora en la que el escritor salía de su cueva con un aspecto tan llamativo que Mutis habría de recordarlo como un sobreviviente del ring a 12 asaltos: “¡Aquello era bestial!”. En las largas conversaciones nocturnas se hablaba de todo y de todos, especialmente de la novela in progress, que era como la niña mimada de todos. Fueron también ellos los que le brindaron las primeras referencias de lectores privilegiados cada vez que el escritor terminaba un capítulo, a excepción de Mutis, pues, avezado lector de novelas mamotréticas, no quería leer la criatura por partes sino entera. Jomí García Ascot y María Luisa Elío fueron los mayores pregoneros del nuevo fenómeno literario, pero ella fue la cómplice más cercana que tuvo García Márquez durante todo el proceso de su escritura. Aunque no atinaban en contarles a sus amigos de qué iba la novela, enfatizaban que era “algo muy hermoso, algo que hace levitar”, y repetían por toda la ciudad de México: “Gabo está escribiendo el Moby Dick de América Latina”.
Cuando Mutis la pudo leer completa, se quedó “asombrado”, viendo en ella “el gran libro sobre América Latina”. Algo parecido ocurrió con Fuentes, que fue el primero en escribir un artículo panegírico, con Cortázar y con Emir Rodríguez Monegal. Cuando Plinio Apuleyo Mendoza, Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor y Germán Vargas devoraron también las 490 cuartillas del original, continuaron el aplauso interminable, de modo que, el día que Gabo y Mercedes fueron a la oficina de correos a enviarle la novela a Sudamericana, el autor tenía las referencias suficientes para estar seguro de que su novela sería también un éxito editorial. Pero Mercedes, que había tenido que manejar con mano ursulina tantos meses de estrechez, tenía sus reservas: “¡Oye, Gabito, ahora lo único que nos falta es que esa novela sea mala!”.
El escritor y Premio Nobel de Literatura peruano Mario Vargas Llosa afirmó que "Cien años de soledad es una de las obras narrativas más importantes en nuestra lengua. Es un mundo vasto, aprisionando tantas cosas y tan diversas dentro del espacio novelesco".
Impresa el 30 de mayo de 1967 y publicada el 5 de junio, Paco Porrúa, el director literario de Sudamericana, había sabido crear entre sus amigos de la prensa bonaerense el ambiente idóneo para lanzar un libro que él consideró como la “obra perfecta” de un clásico. Su mayor connivente fue Tomás Eloy Martínez, jefe de redacción del semanario Primera Plana, que le dedicó excepcionalmente una portada a García Márquez, un artículo entusiasta de su propia mano y un amplio reportaje de su enviado especial a México, el secretario de redacción Ernesto Schoó. Más aún: fueron estos dos diligentes parteros de la publicación de Cien años de soledad los encargados de recibir al escritor y a su esposa en el aeropuerto de Ezeiza el 16 de agosto de ese año. El escritor llegaba invitado por sus editores y Primera Plana como miembro del jurado del concurso de novela Primera Plana Sudamericana, impulsando de paso el relanzamiento de su novela, que en solo dos semanas había agotado la primera edición de 8.000 ejemplares y había obligado a los editores a sacar una segunda de 10.000. Según Porrúa, la ciudad sucumbió casi de inmediato a la novela y a la presencia de su autor. Según Eloy Martínez, durante los tres primeros días García Márquez pudo caminar por Buenos Aires como un hombre anónimo, hasta que una noche él y Mercedes fueron invitados al estreno de una obra en el teatro del Instituto Di Tella. La sala estaba en penumbra, pero a ellos los conducía un reflector hasta sus asientos. Cuando se fueron a sentar, de pronto el público se puso de pie y prorrumpió en aplausos: “¡Por su novela!”, le gritaron a coro.
Sin embargo, el primer síntoma alentador de su popularidad inmediata lo había percibido el propio García Márquez esa misma mañana, cuando, a la salida de un mercado, vio que una mujer llevaba en la bolsa de la compra un ejemplar de Cien años de soledad entre las lechugas y los tomates. Como me recordaría Paco Porrúa 25 años después, la novela, que había salido de la entraña popular, fue recibida por los lectores efectivamente como algo propio del mundo popular, no solo como gran literatura, sino también como un soplo mágico de vida.
Los herederos (1967-2017)
Juan Gustavo Cobo Borda - Bogotá Crítico literario y poeta.
La explosión de Cien años de soledad (1967) sacudió el mundo de las letras latinoamericanas con sus millonarios tirajes. Su influencia en los libros que la sucedieron es múltiple e indiscutible: desde los universos ficticios y el uso de la cultura popular hasta las reinterpretaciones de la historia política reciente y su inacabada violencia. Pero en estas novelas aparecen también otros elementos del universo de García Márquez. Sea reinterpretando la figura del coronel que espera la llegada de su carta y la del dictador atrapado en un palacio en decadencia, o bien regresando al París de los escritores latinoamericanos y al sueño de la Revolución cubana, de la mano del oficio periodístico y de la historia, cada novela bien puede ser una lectura propia, novedosa y fecunda de García Márquez.
Dictaduras generalizadas
En primer lugar, otros autores vieron equiparados sus orbes autónomos con el Macondo de García Márquez. Así, el uruguayo Juan Carlos Onetti cerrará con Dejemos hablar al viento (1979) su saga en torno a un pueblo también faulkneriano llamado Santa María. En este último apéndice de una obra que había tenido momentos culminantes como La vida breve (1950) o Juntacadáveres (1964), Medina, médico, pintor y comisario, se muda a Lavanda para retornar al final a la inescapable Santa María. En ese regreso está también la fatalidad cíclica que marcará el devenir recurrente de la historia política latinoamericana, ejemplarizada en dictadores, generales o caudillos que distinguen a una de las secuencias más creativas y trágicas de nuestras letras: El otoño del patriarca, pero también Yo el Supremo, de Roa Bastos; La fiesta del Chivo, de Vargas Llosa, y Agosto, de Rubem Fonseca. En esta última, la mirada del comisario de los pobres, Alberto Mattos, con úlcera, muestra toda la pirámide social brasileña en torno a la figura de Getúlio Vargas, que en 1954 afronta una grave crisis. Pero este presidente se suicidará y Mattos será asesinado y será la escritura misma la que reescriba la historia; bien sea la mexicana, recreada en el París de Alejo Carpentier en El recurso del método, o en la novela de Ángeles Mastretta, Arráncame la vida; o la argentina que en la de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita, muestra cómo el pasado sigue orientando el presente a través de la herencia peronista, lo cual en cierto modo corrobora el enfoque de García Márquez sobre Bolívar: el del laberinto que frustró sus sueños.
El machismo militar, representado en la novela de Mastretta por el general Andrés, que hace de Cati, una niña de 15 años, su mujer, tendrá una derivación. Cada vez que se va de la casa reaparece con nuevos hijos, en una desbordada fecundidad semejante a la de Aureliano Buendía. Pero lo importante es el crecimiento de Cati, quien, en la ambición de su marido de ser gobernador de Puebla, se convertirá en secretaria, espía y conocedora a fondo de la crueldad de ese hombre que, cuando ella se enamora y es correspondida por el músico clásico Carlos Vives, aparecerá con un tiro en la nuca. A su muerte, las innumerables viudas del general se repartirán su herencia.
Los excesos del machismo se han trocado ahora en los avatares del feminismo. Quien adelanta esta exploración con más sutileza y rigor es Clarice Lispector, una brasileña que en La hora de la estrella nos narra la odisea banal de una muchacha que se alimenta de perros calientes, le roban el novio y se llama Macabea. Termina muerta en la calle, arrollada por un auto. A las mujeres ya no las callarán. Ni siquiera en Los trabajos del reino (2004), de Yuri Herrera, donde el artista, marginado y sin educación, tiene un don: canta corridos y toca acordeón. Se llama Lobo y un día conoce al Rey y descubre que este es un capo de la droga y que tiene un secreto que la novela (que es casi obra de teatro) irá revelando: no puede tener hijos. Por ahora Lobo entra a su corte, a su palacio, donde hay un heredero que come carne cruda y una bruja y su hija que fascinará a Lobo. Pero antes estarán el joyero, el gerente y la niña. Ya forma parte del clan. Ya sabrá que hay mensajeros de otros clanes para intentar alianzas y que, ineludible, un gringo buscará la forma de mejorar la tecnología de los envíos venciendo la cortina de nopal. También hay zoológico, iglesia de hechicería y supersticiones y canciones que celebran a cada uno, pero siempre reconocen la magnificencia y generosidad del Rey. El final será dramático: cae ese reino y solo, abandonado por sus dos mujeres, la niña y La Cualquiera, el cantor solo tendrá un horizonte: la policía y el desierto. La soledad que había creído eludir y ahora lo cerca de nuevo. Palabras al viento. Diálogos secos. Personajes memorables y el final melancólico de quien cae y ya es solo equívoca leyenda: Pablo Escobar, el Chapo Guzmán. La ficción se ha trocado en serie de televisión.
Desde cuando García Márquez se interesó en la cultura popular, con los cantos vallenatos y el acordeón de Francisco el Hombre, este terreno se ha poblado de artistas como Lobo. Así en La casa verde, de Vargas Llosa, pero, sobre todo, en el máximo y feliz recreador de la nostalgia, el habanero Guillermo Cabrera Infante, quien vendrá de un pueblo a la capital para ser el más divertido y sagaz de los críticos de cine (otra pasión de García Márquez) y el más tenaz perseguidor de mujeres, trátese de diáfanas ignorantes hasta cursis seudointelectuales que lo obligan a leer en voz alta a T.S. Eliot en inglés. Pero la contabilidad de los coitos, la imperiosa exigencia de conseguir un tocadiscos para hacer el amor con música de Debussy, la errancia sin fin por calles, cines, night-clubs y posadas es un logro incomparable de diversión y relajo, de llantos y equívocos, donde el bolero es ya la Biblia del sentimiento. Cuando termina La Habana para un infante difunto se arrastra por el piso del cine, tratando de recobrar en vano anillo de boda y reloj regalado por el padre, perdidos en la exploración de las piernas de la vecina, remota e indiferente, que solo quiere mirar los dibujos animados.
El escritor uruguayo Mario Benedetti habló de la novela como “una empresa que en su mero planteo parece algo imposible y que sin embargo en su realización es sencillamente una obra maestra”.
El cine gozoso también se instala en las celdas represivas de la dictadura argentina, contándole un homosexual a su compañero izquierdista (Molina y Valentín) las películas que ya habían marcado la vida de Manuel Puig, con Fred Astaire, Rita Hayworth y Ava Gardner, hasta llegar a ese El beso de la mujer araña. Seducción, sadomasoquismo y soledad en compañía con viril desamparo. La cárcel como sala de cine, la película como fórmula de escape al horror, donde se contrasta blandura de mujer con dureza masculina, en dos hombres que se descubren y sinceran mutuamente.
La génesis del mundo
La obra de García Márquez tiene un trasfondo histórico que recrea no solo la figura de Cristóbal Colón y las tres carabelas, sino también el rico conjunto de las Crónicas de Indias, tal como él mismo recordó al recibir el Premio Nobel. Quien mejor hace suyo ese aporte es un argentino afincado en Francia, conocedor del objetalismo del nouveau roman y quien sorprendentemente logra mimetizarse en la voz más ajena: la de los indígenas caníbales, que, tanto en el Río de la Plata como en las costas brasileñas, hicieron de la antropofagia el expedito método para asimilar y transformar a fondo esa cultura invasora que venía de Europa. Como si fuese una escena salida de los cronistas de Indias, un barco y un grumete navegan hacia América. El muchacho tiene la incertidumbre propia de la indefinición adolescente y complace en ocasiones a los toscos y ásperos marinos, con una indiferencia que podría considerarse animal. Once, incluido el capitán, bajan a tierra y diez mueren acribillados por flechas indígenas. Solo sobrevive el grumete, quien ve cómo fraccionan los cuerpos de compañeros de travesía y los asan en grandes parrillas frente al mar, en un banquete caníbal, hasta la succión de los últimos guiñapos. Luego, un promiscuo desenfreno sexual, sin restricciones, cierra este extraño ritual que se repetirá luego de una nueva expedición punitiva en rápidas canoas tiempo más tarde. Pero el muchacho es respetado y bien tratado, hasta el punto que 60 años más tarde y luego de pasar diez en la tribu escribe estos recuerdos que tienen, cómo no, algo cíclico: se repiten, pero no se recuerdan cuando se interroga a los miembros de la tribu, que parecen padecer una similar peste del olvido: “Era como si hubiesen perdido la memoria y no supiesen a qué me estaba refiriendo” (pág. 95).
Rescatado por unos blancos, será entregado a sacerdotes, exorcizado y llevado donde el padre Quesada, que le enseñará a escribir y conocer idiomas, como el latín o el griego. Unos actores trashumantes lo incorporan a su tropa y representarán su propia vida, primero como comedia, luego como pantomima. Finalmente, refugiados en un pueblo con aire castellano y comiendo solo pan, aceitunas verdes y negras y vino, rememora y trata de entender el carácter de los indios. Su indistinción en una naturaleza que tratan de vencer con rituales repetitivos e infantiles para fijar en una memoria ajena esa carencia de realidad que los marca. Una muerte de un indio y un eclipse lunar cierran esta novela, excepcional por la calidad de su escritura y su voluntad de dar razón de ser a un cosmos aún no nombrado, como en el comienzo de Cien años de soledad cuando el mundo era tan reciente que había que bautizarlo persona por persona, objeto por objeto, señalándolo con el dedo. Todo lo que logra el incomparable Juan José Saer en El entenado (1982).
La violencia como lenguaje
Dos violencias distintas en un mismo continente: El desierto y su semilla (1998), de Jorge Barón Biza, y El asco (2007) de Horacio Castellanos Moya. Nacido en 1942, Jorge Barón se suicidó en Córdoba, Argentina, en 2001. Antes lo había hecho su padre con un tiro en la cabeza, luego de arrojarle ácido a la cara de su esposa, con quien había vivido 25 años, entre papeles, separaciones y exilios.
La novela arranca con el viaje de la madre, Eligia, y su hijo Mario, el narrador, quien la acompaña a Milán donde en un hospital tratarán de reconstruirle lo que subsiste del rostro, con injertos, cambios de tonalidades. El hijo, alcohólico, escapa a un bar cercano, donde conocerá a Dina, una prostituta italiana que hace la calle y lo invitará a sesiones con sus clientes, viejos y jóvenes, en escenas grotescas de sadismo y violencia.
El escritor chileno y ganador del premio Nobel de Literatura Pablo Neruda llamó a la obra de García Márquez “El Quijote de nuestro tiempo”.
El texto se halla interrumpido por composiciones escolares hechas en su colegio alemán en Montevideo, fragmentos de las novelas de su padre en un trozo de guerras civiles y cabezas cercenadas que enloquecen a quien las contempla y epígrafes de Paul Celan, Paul de Man y una ponencia académica sobre el papel de la lírica hoy día. Conocedor del arte (Barón ejerció como crítico de arte) servirá de guía por pueblos italianos a una pareja de ricos australianos que tienen una funeraria y, en una exaltada y conmovida escena final, alabará minucioso el cuerpo de Dina, quien se lo entrega en su propia casa, la víspera de retornar él y su madre a la Argentina, donde con una navajita le cortará la cara, en una suerte de ritual maligno que transparenta lo que le sucedió a su madre. Hay además una suerte de contrapunto sostenido con la figura de Eva Perón que, embalsamada, permanecerá oculta en Milán, por bastante tiempo. Eligia, la madre, se suicidará desde el departamento donde había malvivido con Aron, su marido. Tres suicidios en una cadena genética y diabólica.
En El asco, 11 años con los hermanos maristas y 18 sin volver a su país natal, El Salvador, marcaron a Vega que ha retornado al entierro de su madre. Se encuentra con Moya, compañero de colegio, e inicia la más feroz e hiriente de las diatribas contra todo: la pésima cerveza del país, los horribles platos típicos, los muelles desvencijados y, sobre todo, su hermano, su mujer y sus dos hijos, quienes lo han alojado con tres televisores prendidos en distintos canales. Paranoico, está seguro de que su hermano dueño de una cadena de llaves y cerrajería le robará la parte que le corresponde de la venta de la casa de su madre.
Pasaron ya los diez años de la guerra civil y ahora tanto los guerrilleros como la derecha solo buscan hacerse ricos, lograr que sus hijos estudien Administración de Empresas e impere un clima de militarización (todos caminan como sargentos) y gansterismo generalizado. Los 100.000 muertos de la guerra civil se incrementan con nuevas formas de matar por matar, de lucir armas y probarlas.
Ya Roberto Bolaño escribió al leer El asco: “Horacio Castellanos Moya nació en 1957. Es un melancólico y escribe como si viviera en el fondo de alguno de los muchos volcanes de su país. Esta frase suena a realismo mágico. Sin embargo, no hay nada mágico en sus libros, salvo tal vez su voluntad de estilo. Es un superviviente, pero no escribe como un superviviente”. Se identifica con Thomas Bernhard, el escritor austriaco, por su odio compartido contra la patria, sea cual fuere, y su estilo musicalmente reiterativo.
Los libros colombianos parten, en alguna forma, del legado de García Márquez y buscan ir más allá. Se trata de su lección constante en relación con el rigor periodístico, en el caso de Héctor Abad, y la concisión humana de un pueblo donde se respira la violencia y los sueños ilusos hacen del coronel el arquetipo de la resistencia sin desfallecimiento que Evelio Rosero transmuta en su profesor de Los ejércitos.
En una familia ni pobre ni rica, solo acomodada, se sitúa El olvido que seremos (2006), de Héctor Abad Faciolince, que es un canto de amor a su padre asesinado. Cuando este cae, su hijo, el único varón entre cuatro hermanas, tiene 28 años. Se llama igual que su padre, Héctor Abad. La trayectoria del padre, un médico higienista con conciencia social, los había llevado a visitar pueblos, veredas y barrios marginales, preocupados por el agua potable, las letrinas, los microbios y las vacunas, en la dura y áspera geografía montañosa de Antioquia.
El escritor y periodista norteamericano Norman Mailer, elogió a García Márquez por Cien años de soledad al decir que “creó cientos de mundos y personajes en una obra absolutamente sorprendente”.
Pero el retraso también tenía otras causas. La omnipresencia de la Iglesia, desde el rezo del rosario diario hasta la figura del cardenal Alfonso López Trujillo, arzobispo de Medellín, que prohibirá oficiar una misa fúnebre a ese comunista asesinado, cuando ya la Hora católica por la radio lo había cuestionado sin tregua durante años. Este catedrático, durante 25 años, en la Universidad de Antioquia, también desempeñaba un papel protagónico en el Comité para la Defensa de los Derechos Humanos en Antioquia que presidía.
En el turbio clima de entonces (narcotráfico, paramilitarismo, guerrilla, sicarios) no hubo nunca una investigación, sino que se diluyó en la nada, como cuando fueron asesinados Gaitán, Galán y Jaime Garzón. Se habló de Fidel Castaño y “de bananeros del Urabá, de finqueros de la costa, de terratenientes del Magdalena Medio aliados con oficiales del ejército” (p. 252). Este contar con llanto y precisión, esta reconstrucción en el dolor, no termina por exorcizar la tragedia, la cual subsiste, pues el testimonio válido es inútil ante el olvido inexorable que todo lo cubre. Solo las “coplas a la muerte de su padre” de Jorge Manrique, “aunque la vida perdió, / dejarnos harto consuelo/ su memoria”, y el poema de Borges que copiado a mano llevaba en su bolsillo cuando le dispararon parecen abrir el insondable enigma de la redención por la poesía y la música.
En Los ejércitos (2007), de Evelio Rosero, un pueblo, San José; un maestro jubilado, Ismael Pasos; y, su mujer, Otilia, también maestra, quienes hace diez meses no reciben su pensión, ven cómo el pueblo, en una atmósfera que trae el recuerdo de El coronel de García Márquez, se transforma violentamente. Los ejércitos son el narcotráfico, la guerrilla, los militares y los paramilitares. Pero los ejércitos parecen invisibles, al margen y en las sombras, salvo cuando incursionan en el pueblo y se sufren sus desmanes, caracterizados por esa barbarie inherente a la violencia colombiana: degüellos, descuartizamiento, estupro, despojo y una violación necrofílica al final.
Pero hay otra línea de soterrado humor senil. El viejo maestro disfruta con el deleite voyerista de atisbar a su vecina, que toma el sol, desnuda, pared de por medio. Ella, Geraldina, casada con quien llaman el Brasilero y que ha sido secuestrado junto con su hijo, sin alcanzar el dinero para el rescate, verá, junto con el profesor que no encuentra a su mujer, el éxodo progresivo del pueblo, su abandono inexorable, incluso el del propio ejército, sin avisar, pero eso sí llevándose, en avión, los animales que conformaban un zoológico en el espacio del cuartel. Hay tanto desconsuelo en ese final agónico, donde el profesor desmemoriado, no reconoce ni rostros ni casas, en una errancia trágica, que solo el laconismo de una madre que ve matar a su hijo lo resume en un chillido: “Les falta matar a Dios”. “Díganos donde se esconde, madrecita” le responden” (pág.198).
La tienda de Chepe, la iglesia donde el cura convive con la sacristana, el tonto que vende empanadas en las esquinas, gatos y guacamayas. El sobandero: todo lo típico de un pueblo transfigurado por el horror, agigantado por la impotencia y la violencia, convertido en un drama intolerable, en su laconismo y contención tan lograda. Del paraíso de los niños y los animales jugando, al inicio, hasta arribar al infierno final de los adultos enloquecidos de sevicia y venganza.
Pero también una política más amplia es cuestionada desde la ficción. Leonardo Padura (La Habana, 1955) obtuvo el Premio Princesa de Asturias 2015 entre otros por su impactante novela El hombre que amaba los perros. La novela se tensa en el duelo entre dos figuras históricas: Trotski y Stalin, y el hilo que los une será el catalán Ramón Mercader. Comunista asesino del primero, entrenado y encaminado por el segundo. Luego del asesinato, en 1940, Mercader pasaría 20 años en tres cárceles mexicanas, sin revelar nada, y al volver a Moscú recibiría en el Kremlin, de manos del jefe de Estado, Leonid Brézhnev, las órdenes de Lenin y de Héroe de la Unión Soviética y miembro de honor de la KGB. Lamentablemente, ya para entonces la gran utopía del siglo xx se había pervertido y ahogado en sangre y las tales medallas apenas si le servían para no hacer excesivas colas en los desabastecidos mercados de Moscú.
“Toda la ciudad sucumbió al encanto de la novela y se puso a leerla”, declaró el editor Paco Porrúa la Editorial Sudamericana, cuando le preguntaron cuál había sido la reacción tras la publicación de la novela.
Siguiendo con preciso detalle el exilio que desde 1929 padeció Trotski por Turquía, Francia, Noruega y finalmente México, Padura retrata un mundo donde la ideología solo engendra cadáveres y el miedo se convierte en el campo de entrenamiento para que los bandos rivales prueben sus armas, hasta el piolet de alpinista con que Mercader, que tantos nombres falsos y tantos pasaportes comprados utilizó, le abriera la cabeza al que llamaban el Renegado, el judío ruso compañero de Lenin, creador del Ejército Rojo, y quien fue el primero en llamar a Stalin “el sepulturero de la Revolución”.
Gran escritor admirado por Malraux y Breton, perdió a sus hijos y se iba quedando solo en ese Coyoacán donde Frida Kahlo y Diego Rivera lo acogen, gracias al asilo brindado por el presidente Cárdenas. Pero en el mundo la propaganda en contra suya lo había convertido en el falso profeta y enemigo del pueblo.
Hay una tercera historia, que sucede en Cuba, donde también otro sueño se hunde, entre la pobreza y el sectarismo, afectando a un escritor estéril que entabla amistad en la playa con un hombre que pasea dos preciosos galgos rusos, los caros borzois. Así se tejen y anudan los hilos, desde la Guerra Civil española, con asesinatos de trotskistas por los rusos y el triunfo de Franco. Todo se hace aún más sinuos y mendaz cuando Stalin y Hitler firman el pacto Molotov y Ribbentrop para repartirse Europa.
La mentira, las purgas, el crimen como razón de Estado y esas figuras patéticas manipuladas con sevicia como la de Sylvia Ageloff, a la cual Ramón Mercader utiliza para ingresar en la casa de ese hombre que envejece y que, si bien sigue proclamando la revolución permanente, ve cómo sus simpatizantes son cada vez menos. Tal como lo confirma el fracaso de la iv Internacional. Pero las dos guerras en Europa como las dramáticas escenas de la huida de Cuba, de tantos balseros por el puerto de Mariel, para irse a Estados Unidos en las más precarias embarcaciones, visto por el personaje Iván Cárdenas, novelista y veterinario improvisado que tantos cerdos castró para que no chillaran en los baños de apartamentos habaneros, son los dos rostros complementarios de ese fracaso generacional. Aquí se establece una relación curiosa con el García Márquez que intentó un libro sobre Cuba al inicio del bloqueo, sus modos de sobrevivir con ingenio, y del cual solo quedarán dos o tres capítulos pues la dirigencia castrista le sugería no publicarlo entonces.
Una novela triste y estremecedora sobre los sueños torcidos de tantas falsas esperanzas, de tantas vidas fracasadas en medio de consignas que al paraíso en la tierra lo trocaron en el infierno de no saber cómo la verdad vuelta mentira convierte a las dos en algo indistinguible, salvo en ficciones tan poderosas como esta. Novela donde todos los perros parecen ser más sensibles que sus dueños, intoxicados de política
París, meca de todo escritor
La vida exagerada de Martín Romaña (1981) le dio a Bryce Echenique su primer éxito en reconocimiento y difusión. Trata de un niño bien, con padre banquero, que deja Perú y familia para irse a estudiar Literatura a la Sorbona y vivir en una estrecha buhardilla, donde se acumulan insólitos visitantes (un español que le corta el pelo al protagonista y acusan de policía) y un grupo de estudiosos marxistas que sueñan, cómo no, con ser guerrilleros en el Perú pero que por ahora se contentan con renovar su beca en Francia y comer, mal y barato, en las cantinas universitarias. Pero el núcleo exaltado del libro es Inés, la novia religiosa y tradicional de Martín, que llega, lo conmina a casarse, incluso por lo civil dejando de lado su formación, yéndose de luna de miel a España.
Cien años de soledad recibió el Premio Rómulo Gallegos en Venezuela en 1972 y el Premio al Mejor Libro Extranjero en Francia en 1969.
Entre referencias literarias a Hemingway y Pío Baroja, la oralidad contagiosa de esta escritura es a la vez humorística y fiestera, depresiva y trascendental. París, Londres y Perugia constituyen el gran tour latinoamericano por Europa, intentando escribir, amar y formarse lejos del capullo envolvente de un útero natal que nunca deja de estar presente, vigilando, cuidando y criticando, según sea el caso. Se trata de un recorrido afín al que haría años más tarde Gabriel García Márquez en el libro Doce cuentos peregrinos.
El texto de Bryce no deja de ser autorreferente: aparece un escritor Bryce Echenique, amigo de Julio Ramón Ribeyro, menciones a Un mundo para Julius y una acre sátira sobre sí mismo por el afán frustrado de intentar una novela sobre sindicatos pesqueros en su patria para congraciarse con el grupo izquierdista donde su novia se radicaliza cada vez más contra los hábitos infantiles y burgueses que Martín hace más notorios cada día. Un caso perdido y quizás la misma buhardilla en París donde Gabriel García Márquez escribió El coronel no tiene quien le escriba, que hoy es un hotel con una placa en la pared.
También en París vivió siete años el interlocutor, antagonista y minucioso estudioso de la obra de García Márquez, quien dejándole un ojo negro demostró que los celos no son solo literarios. Mario Vargas Llosa, en Conversación en La Catedral, La fiesta del Chivo, La guerra del fin del mundo, La historia de Mayte y La tía Julia y el escribidor hizo la gran comedia balzaciana de la historia latinoamericana (Perú, Brasil, República Dominicana), sea en clave de humor o en tono de exceso, en figuras envueltas en la superstición, como Antonio el Consejero o Rafael Leonidas Trujillo, en el realismo documental que agote archivos y comarcas en contraposición quizás al levitante vuelo retórico de la Mamá Grande, con el papa incluido. Por ello, al ganar el Nobel y tener ahora el mismo biógrafo de García Márquez, Gerald Martin, se ha cerrado el círculo perfecto de un momento estelar de la ficción en nuestro continente.
Un cambio de rumbo
En una entrevista hecha por Rodolfo Braceli y publicada en Ciento un años de soledad (2012), Gabriel García Márquez diría: “Porque para nosotros la realidad no es la realidad concreta, escolástica, de que si usted golpea aquí, se rompe la cabeza. Esa es la realidad, pero también la realidad son los muertos que salen, los desaparecidos, las magias, Dios, los milagros, todo, ¡todo! No hay una frontera. Se pasa de una cosa a la otra… Y mi madre vivió siempre, más que nadie, en eso” (pág. 38).
Quizás por ello en el período contemplado se siguen proponiendo grandes propuestas narrativas. Por ejemplo, al auscultar la decadencia sórdida e irreversible de las grandes familias chilenas y sus casas desconchadas, pobladas de mendigos y bultos semihumanos, como lo hizo en El obsceno pájaro de la noche José Donoso. Pero también ciertos nudos históricos intentan ser desentrañados, tal la relación América-Europa que lleva a Carlos Fuentes, en Terra Nostra, a involucrar en su textura ortodoxia y herejía, locos y bufones, en el negro esperpento de la corte española. También Fernando del Paso, autor como Fuentes de un libro sobre El Quijote, hace de la historia de Maximiliano y Carlota, en Noticias del Imperio, un elaborado monumento a esa locura arbitraria del poder, cuando los imperios europeos naufragan en playas americanas y las dinastías legendarias agonizan solas en salones vacíos poblados de espejos y suntuosos jardines a los cuales no arribarán ya los deseados mensajeros del imperio perdido. Solo subsistirá el fusilado cuerpo del emperador pintado por Manet.
La mirada se concentra también en peripecias menores como el hombre que deambula solitario por la Patagonia argentina, entre el polvo, los pueblos aislados y las estaciones de gasolina, a la espera de ese tornado que arrasará con todo que escribió Osvaldo Soriano en Una sombra ya pronto serás. Igual sucede con Ricardo Piglia en Plata quemada, donde el asalto de un camión bancario que lleva dinero, en Buenos Aires, se convierte en Montevideo, a donde huyen los asaltantes, en la tragedia griega de una pesadilla en la que centenares de guardias los van cercando sin posibilidades de fuga.
Las primeras pruebas de la novela, con correcciones manuscritas de Gabriel García Márquez, para la primera edición del libro fueron declaradas como Bien de Interés Cultural de Carácter Nacional en la categoría de Patrimonio Inmaterial de Colombia en 2001.
En la propia patria de García Márquez la óptica se reduce en las tres novelas que trazan la secuencia del narcotráfico en alguna forma. En Noticia de un secuestro ya se halla pautada por el titiritero mayor, Pablo Escobar, que mueve los hilos en la sombra. Se completa con Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo; Fernando Vallejo con La virgen de los sicarios y Juan Gabriel Vásquez con El ruido de las cosas al caer. Los muchachos universitarios que al ir a Estados Unidos descubren el negocio, los pilotos, los Cuerpos de Paz gringos, la Virgen, la mamá y el homosexualismo unidos en la fascinación letal de droga y dinero.
Pero quien parece crear un orbe propio, lejos de García Márquez, y así lo reconocen los lectores, es Roberto Bolaño al perseguir desde la literatura y la irrisión a una poeta estridentista mexicana ya no desde el realismo, ni el realismo mágico, sino a partir de la opción del infrarrealismo. Pero no hay duda de que García Márquez subsistirá con sus crepusculares visiones apocalípticas más allá del medio siglo después de su ya clásica Cien años de soledad.
50 grandes novelas latinoamericanas desde 1967 Consultamos a 25 escritores y críticos de toda América Latina para elaborar este listado.
1.El beso de la mujer araña, de Manuel Puig (Argentina)
2.Conversación en La Catedral, de Mario Vargas Llosa (Perú)
3.Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño (Chile)
4.2666, de Roberto Bolaño (Chile)
5.Noticias del imperio, de Fernando del Paso (México)
6.El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez (Colombia)
7.Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez (Argentina)
8.El entenado, de Juan José Saer (Argentina)
9.Yo el supremo, de Augusto Roa Bastos (Paraguay)
10.Respiración artificial, de Ricardo Piglia (Argentina)
11.El amor en los tiempos del cólera, de Gabriel García Márquez (Colombia)
12.El desbarrancadero, de Fernando Vallejo (Colombia)
13.La novela luminosa, de Mario Levrero (Uruguay)
14.La fiesta del Chivo, de Mario Vargas Llosa (Perú)
15.Crónica de una muerte anunciada, de Gabriel García Márquez (Colombia)
16.Los ejércitos, de Evelio Rosero (Colombia)
17.Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante (Cuba)
18.El obsceno pájaro de la noche, de José Donoso (Chile)
19.Un mundo para Julius, de Alfredo Bryce Echenique (Perú)
20.Terra nostra, de Carlos Fuentes (México)
21.La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante (Cuba)
22.El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (Colombia)
23.La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa (Perú)
24.Plata quemada, de Ricardo Piglia (Argentina)
25.El desierto y su semilla, de Jorge Barón Biza (Argentina)
26.La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo (Colombia)
27.El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez (Colombia)
28.¡Que viva la música!, de Andrés Caicedo (Colombia)
29.La hora de la Estrella, de Clarice Lispector (Brasil)
30.Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada (México)
31.El libro de los placeres, de Clarice Lispector (Brasil)
32.Glosa, de Juan José Saer (Argentino)
33.El asco, de Horacio Castellanos Moya (El Salvador)
34.Hasta no verte, Jesús Mío, de Elena Poniatowska (México)
35.El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura (Cuba)
36.El viajero del siglo, de Andrés Neuman (Argentina)
37.Desmoronamiento, de Horacio Castellanos Moya (El Salvador)
38.Dejemos hablar al viento, de Juan Carlos Onetti (Uruguay)
39.Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta (México)
40.Historia de Mayta, de Mario Vargas Llosa (Perú)
41.La tía Julia y el escribidor, de Mario Vargas Llosa (Perú)
42.Agosto, de Rubem Fonseca (Brasil)
43.La vida exagerada de Martín Romaña, de Alfredo Bryce Echenique (Perú)
44.Estrella distante, de Roberto Bolaño (Chile)
45.Recurso del método, de Alejo Carpentier (Cuba)
46.Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo Agudelo (Colombia)
47.Una sombra ya pronto serás, de Osvaldo Soriano (Argentina)
48.Maten al león, de Jorge Ibargüengoitia (México)
49.Zama, de Antonio Di Benedetto (Argentina)
50.Primero estaba el mar, de Tomás González (Colombia)
En la elaboración de esta lista participaron Luis Fernando Afanador, Gabriela Alemán, José Ángel Báez, Alberto Barrera, Germán Beloso, Gabriela Bustelo, Giuseppe Caputo, Jordi Carrión, Héctor Abad Faciolince, Alberto Fuguet, Oscar Guisoni, Camilo Hoyos, Camilo Jiménez Estrada, Use Lahoz, Vivian Lavín, María Lynch, Winston Manrique Sabogal, Valerie Miles, Emiliano Monge, Nicolás Morales, Valentín Ortiz, Rodrigo Rey Rosa, Sandro Romero Rey, Mauricio Sáenz, Ricardo Silva, Michi Strausfeld y Fernanda Trías.
Créditos
CONTENIDO
REVISTA ARCADIA
DISEÑO + UX / UI
HEINER ACOSTA
DISEÑO FRONTEND
FELIPE GUILLÉN
SEO & DATA
DIEGO FELIPE DÍAZ
JORGE JARAMILLO